III. Desentrañando el misterio
Con todos los ardores del mundo por bandera, fruto del momento cocido, ascendí a mi habitación. Cabizbajamente me acosté sin poder pegar ojo. Di mil vueltas de un lado para otro. Todo era pensar y pensar...Deseché de una manera completamente arbitraria y autodidacta a la soledad domiciliaria como causa aparente de la transformación, ya que en dieciocho años había tenido más momentos solitarios y nunca había ocurrido nada extraordinario que no fuese limpiarme donde no debía por falta de pulcra previsión en los preliminares. ¡Algún detalle digno de toda la mención del mundo se me escapaba!. Entonces recordé entre flatulencia y flatulencia, que momentos antes de transformarme había mirado a la luna y ésta estaba toda ella llena. De un salto con tropezón incluido me dirigí a la ventana para ver cómo de llena estaba esa noche la luna, ¡Mierda!, por la ventana no podía verla. Esos pinos que tantas veces me ayudaron a escaparme de la vigilancia paterna, ahora me impedían su pormenorizada visualización.
*Aclaración del autor - >> Quizás hubiese sido preferible y sumamente más educado no haber utilizado esta exclamación tan intestinal, pero he de ser fiel a la verdad, y la verdad es que dije eso ¡Qué le vamos a hacer!. Nunca pensé ni que ustedes iban a ser tan castos de oídos, ni tampoco que a los cuatro siglos iba a escribir mi historia porque si no a lo mejor hubiera dicho ”Mecachis en la mar” o “Manda huevos”, o algo por el estilo.
Era importantísimo saber con exactitud el estado de la luna, pues ahí podía radicar todo el secreto. Bajé las escaleras a toda leche esperando que mis padres no se despertasen y salí fuera. Ascendí a la cúspide de un montículo equidistante cien metros de mi casa y la miré con una expectación inusitada, ¡Efectivamente!, ese era el detalle porque esa noche la luna no estaba muy llena que digamos. Parecía un comecocos con la boca abierta de par en par. Me convencí que sólo podría transformarme en las noches de luna llena. ¡Pero claro!...dijo un oscuro, ¿Cuándo coño iba a volver a ser luna llena?. No tenía ni la más remota ni próxima idea. Era algo que nunca había tenido la curiosidad de aprender.
El resto de la noche, aunque sin dormir y muy dudoso, la pasé más tranquilo. Lo primero que haría nada más levantarme iba a ser informarme. Antes debía ingeniarme alguna excusa para evadirme del momento podológico que tocaba ese día. Ese día tocaba podar árboles frutales con dolorosas secuelas incluidas. No tuve problemas en hacerlo. Simplemente me auto declaré como objetor de conciencia y no me presenté a lista. Sabía que el cálculo de probabilidades de que algún ostión paternal a mi regreso me poseyese, era inconmensurable, pero mi innato carácter aventurero dictó ley, y fui en pos de esa información tan deseada por mí. Buscaría a algún lunólogo, lunático, o a quien fuera con tal de averiguar los entresijos lunares.
¡Ni de coña!, aunque mi pueblo estaba muy surtidito de lunáticos, los lumbreras como que no proliferaban, y de debajo de las piedras difícilmente iba a poder sacar a alguno que pudiese facilitarme esa información lunar. Pregunté y pregunté por doquier hallando el no sé y no contesto por popular respuesta, incluso hubo alguno que dijo
- La luna llena...¿De qué?
- Pues de qué va a ser! le contesté
- Si eso, ¿De qué? me volvió a contestar.
Como podríamos habernos tirado así días y días, preferí ahuecar el ala y huir ante tal cúmulo de curiosidad lunar por parte de mi interlocutor.
A mi desinformado regreso a casa como ya presupuse, el paternal ostión invadió mi rostro. Tal fue el ostión que hasta mi lobo interior aulló para sus adentros. Lo que quedó de día fui castigado sin compasión ante la pícara y sonriente mirada del repelente de mi hermano pequeño.
No sabiendo cuándo la luna se iba a volver a llenar de lo que fuese que solía llenarse de vez en cuando. Sólo me quedaba esperar y esperar...anotaría en el tronco de mi árbol preferido los días que pasaban, y así más o menos calcularía cuándo las lunas llenas vendrían a mí cada mes, vamos, que me parecía a mi madre y sus reglas, lo que pasa es que la regla que me tenía que venir a mí era la lunar, pero en lo básico, mi madre y yo éramos casi semejantes en este mensual aspecto de nuestras vidas.
Pasaron los días y las noches. Pasaron las noches y los días, y también pasó alguna tarde que otra, en concreto pasaron veintiséis días. Justamente al día veintiocho, tanto a mi madre como a mí nos vino. Ese día estaba yo un poco irritable e irascible a partes iguales. Supuestamente mi cuerpo se estaba preparando nuevamente para el cambio. Cuando anocheció comencé a sentir intensos picores, antesala de lo que tanto había estado esperando. Federica comenzó a mirarme inquieta y nerviosa. Presentía lo que iba a suceder en breves momentos. El florido flequillo que empezó a emerger de mi frente fue el desencadenante de todo el proceso, y el motivo por el cuál salí disparado al exterior. ¡Poco más y me transformo allí en familia!. Al cobijo del tupido y acogedor bosque de coníferas, “Wolfillo”, volvió a renacer tan blanquito todo él. En el horizonte le esperaba toda una noche por delante para experimentar cosas nuevas, y seguramente placenteras sensaciones.
>>Wolfillo volvía a sentirse con todas las ganas de comerse el mundo. Ya sabía de qué iba la historia o al menos eso creía. La cuestión es que después de estar vagando de un lado para otro de aquel extenso bosque, llegó un momento que no sabía qué hacer, y aulló de aburrimiento con nuevo susto propio de por medio.
Sin saber hacia dónde ir, decidí tumbarme y contemplar el cielo estrellado. ¡Qué paz! ¡Qué nocturna calma!. No recuerdo muy bien qué pensamientos pasaron por mi mente, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que algo perturbó mi paz y mi quietud interior. Sin venir a cuento, vi cómo una especie de plumero no dejaba de pasar por delante de mis ojos. La punta del plumero se paraba frente a ellos, y parecía mirarme queriéndome decir algo. Parecía un serpiente peluda. ¿Pero qué coño era eso, y de dónde había salido?. Haciendo uso de mis grandes y rápidos reflejos logré capturar la punta peluda aquella que no dejaba de serpentear. Cuando la tuve asida, sólo me quedaba seguir todo su recorrido con la zarpa que me quedaba libre, y comprobar dactilarmente de dónde provenía. Fui meticulosamente recorriendo toda su superficial extensión, que parecía no tener fin, y de repente aquella cosa peluda y serpenteante se acabó. Mi zarpa lo que inmediatamente palpó fue mi culo. ¡Aquella cosa peluda acababa en mi culo!. Me pellizqué en él para desechar cualquier error de apreciación, y lo peor que podía pasarme había ocurrido. ¿Pero cómo no me había dado cuenta antes?. No lo sé...quizás la excitación, y que la cosa peluda estaba detrás impidieron que me diese cuenta de ese lamentable hecho.
La sabía madre naturaleza había tenido a bien obsequiarme en mis lobeznos momentos, y en todo su esplendor, con un esplendoroso y tupido apéndice extra denominado vulgarmente rabo. No podía hacerme a la idea ni la idea podía hacerse conmigo. Para qué narices quería yo un rabo allí detrás. Sabía que normalmente los rabos que ostentan los animales les sirve para temas de equilibrio y contrarrestar pesos y velocidades, cosa que gracias a Dios yo no necesitaba, que ya me bastaba con lo que tenía de nacimiento, y además era de las personas más equilibradas de la época. Aquello era un incordio pegado a mi culo, que encima no me hacía ni puñetero caso pues iba a su bola y se movía a su libre albedrío. No atendía a mis razonamientos de que se estuviese quietecito, y no me dejaba meditar en la cálida soledad de aquella noche estrellada. Estaba meridianamente claro que debía de practicar con él y conseguir que atendiese a mis órdenes mentales. Si yo pensaba que fuera para la derecha, él tenía que ir a la derecha y no para arriba ni para abajo. Calculo que estaría practicando algo así como dos horas. Domar a aquel selvático rabo no me resultó tarea nada fácil. Él era libre y salvaje, y no estaba por la labor de ser domesticado. Al final logre conseguir que por lo menos no estorbase y se quedase allí detrás quieto sin incordiar por algunos momentos.
IV. Mi nueva familia
Mientras intentaba acostumbrarme a la idea de que tenía un nuevo y autónomo compañero de viaje, esté, de golpe y porrazo salió de su letargo, y sin avisarme se puso frenéticamente de punta, esto produjo que sin comerlo ni beberlo, me viese haciendo el pino culo en pompa y a toda vela. ¡Algo había asustado a mi nuevo apéndice peludo! ¿Pero qué?. Pronto lo averigüe cuando comencé a ver enormes sombras que se agazapaban detrás de los no menos enormes árboles. Sentía cómo decenas de rasgados y brillantes ojos me miraban. Por si las moscas, decidí incorporarme y sacar de mis adentros un poco de fiereza porque no sabía quiénes eran los propietarios de todas aquellas sombras, y tampoco era plan de verlos venir sin estar preparado, aunque de dos cosas sí que estaba seguro, una era que más pronto o menos tarde iban a venir, y dos, que verme era fijo que me veían porque anda que mi colorcito albino no daba el nocturno cante. Pero lo que ya no tenía tan claro era en qué plan lo iban a hacer.
Era de ley. Al poco tiempo a las enormes sombras les importó un huevo que les descubriese o no, y se fueron acercando a mí. ¡La virgen! ¡Eran como yo!, bueno, casi como yo porque conforme se iban acercando…cada vez los veía más y más enormes en comparación a mis dimensiones corporales.
Encomendándome al espíritu del lobo feroz, reculé hasta sentir protegida mis zonas traseras. No me di cuenta y aprisioné a mi rabo contra una derruida pared produciéndole serios daños colaterales a modo de bestial espachurramiento. Tras sentir sus quejidos y pedirle disculpas por mi torpeza, me centré en lo que se me venía encima. Protegida mi zona trasera, que no me hacía mucha gracia que empezasen su festín a costa de mi lobezno culo, continué interpretando mi papel de fiero hombre lobo albino con rabo incorporado. Sorprendentemente, una fiereza que no creía poseer emergió de no sé dónde. Abrí mi boca hasta más no poder, y arrugué mis morretes para mostrarles mis inmensos y amenazadores colmillos como advirtiéndoles que cuidadito conmigo, que aunque blanquecino y no muy voluminoso, sí que tenía muy mala leche. Posteriormente procedí a dar paso a mi efecto especial preferido que tan buenos resultados me había dado con Federica, la cacatúa, y dejé escapar mis consabidos y enrabietados hilillos de lobezna saliva. Los hombres lobos aquellos pararon en su acercamiento a mí, y comenzaron a olisquear el ambiente. Uno de ellos era el jefe de la comuna. Era el increíble Hulk lobezno y se abrió paso entre los demás. Era enorme, y su pelambrera era completamente negra. Pude percatarme que al Hulk éste, mi efecto especial se la había traído más bien floja pues se acercó a mí sin ningún tipo de miedo. Aullando me preguntó que quién coño era yo y de dónde había salido. Era curioso. Entendía lo que sus guturales sonidos y aullidos en plan amistoso me estaban diciendo. Yo aún no controlaba bien mi dicción, así que aullé incongruencias manchegas de muy difícil entendimiento incluso para mí. Lo que pensaba...no sabía cómo expresarlo. Al oírme a mí mismo, más bien parecía que en vez de aullar, maullara como un gato de andar por casa. El Hulk me dijo que les acompañase para que charlásemos, y en compañía de ellos llegué a su hogar. Me fijé muy bien, y gracias a Dios todos tenían rabo como yo aunque los rabos de ellos formaban parte de un todo, y no como el mío que no formaba parte de nada. Él era él y yo era yo. Éramos dos seres distintos unidos en un mismo cuerpo.
Al lugar que llegamos era un sitio bastante tétrico y que me daba incluso miedo hasta a mí. Había que estar loco para ir allí por propia iniciativa. Era un recóndito paraje que yo nunca había visto y nunca pensé que existiese en la Castilla La Mancha de aquella edad media.
El lugar estaba escondido al amparo de enormes montañas inexpugnables completamente para la raza humana. Cuando llegamos, gratamente comprobé que había numerosos congéneres aparte de los que habían ido de exploración y yo había conocido. Todos se quedaron alucinados al verme llegar tan blanquito e inmaculado, con mi rabo en plan cotilla mirando para todas las partes. Cada vez estaba más y más convencido, mi rabo tenía vida propia, y aunque sabía que jamás lograría que acatase mis órdenes, sí que por lo menos debía intentar llegar a un acuerdo con él y que nos llevásemos bien. ¡Pero algo captó mi atención!. Un congénere me había guiñado selvática y pícaramente un ojo, y dos opciones había, o bien ese guiño era procedente del rasgado ojo negro de un wolf gay, o era, y a Dios rogué por ello, de toda una mujer loba.
El Hulk, tras presentarme en la comunidad y darme todos la bienvenida, me indicó que le acompañase; quería presentarme a alguien algo más en concreto. Ese alguien más, casualidades de la vida, no podría haber sido otra que la del guiñito. Era su pareja habitual. Ésta, comenzó a olisquearme en plan saludo. Yo le hubiese dado un par de frondosos y lobeznos besos, pero no lo creí conveniente en esos precisos momentos, así que actué al igual que ella, la olisqueé...y la verdad es que me veía un poco imbécil saludándola de esa manera tan olfativa, y además, que tampoco sabía qué es lo que tenía que oler, y cuándo debía de acabar el oloroso saludo. Pude perfectamente estar diez minutos olisqueándola, justamente los diez minutos que tardó el Hulk en mosquearse ligeramente y decirme que ya estaba bien. Tuve que pedirle sinceras y reales disculpas pues aunque mi sentido olfativo estaba muchísimo más desarrollado que de humano, mi desviado tabique nasal lo seguía teniendo igual de desviado que siempre, y me costaba algo más que a los demás percibir aromas.
Puedo decir que me enamoré aromáticamente de inmediato. El primer amor de mi vida era lobezno. Fue un oloroso flechazo quizás provocado por mi sensible pituitaria de reciente adquisición aunque ella por otra parte no es que me oliese mucho que digamos. Supongo que en esa primera visualización no la impresioné excesivamente, y por eso no aromatizó sus adentros con mis lobeznas esencias, o bien no quería mostrar su estupefacción ante la visión de mi blanco cuerpo ante su consorte, el increíble Hulk.
Para entablar relaciones me invitaron a cenar en su hogar conyugal hecho artesanalmente de nada. No tenían hogar techado, lo que hicimos fue una sentada al aire libre en aquella clara noche por obra y gracia de nuestra amada luna llena. Me dio la impresión que se sentían orgullosos ambos de contar entre sus recientes amistades con un hombre lobo blanco con tupido flequillo, y que incluso alardeaban de ello mientras el resto de licántropos nos miraban.
El momento cena no fue lo que yo esperaba precisamente. Allí cenaban a pelo, es decir, que cenaban sin previa cocción de lo que se iba a consumir. La visión de aquella liebre despelucada y en bolas con la que quisieron obsequiarme sobrecogió a mi espíritu, a mi estómago, e inclusive a mi autónomo rabo. ¡Qué asco por Dios! dijimos todos nosotros. No le habían quitado ni los ojos. De recién cazado, despellejado, y al plato. Para más INRI era tradición que el invitado hiciese honores y le pegase el primer mordisco de la velada. Cuando Hulk me entregó a la liebre aún sangrante me descompuse. Esos ojos saltones sin pestañas ni cejas me revolvían las tripas. La cogí entre mis garras y la recorrí con mi mirada. No sabía por dónde pegar el mordisco y que me diera menos asco. Hulk y su contraria se estaban impacientando. Me ofrecían aquel manjar con toda su buena y cruda intención y yo no mordía. Hulk me miró de arriba abajo y no hizo falta ni que aullara. Me vi obligado a morder a aquel crudo y sanguinolento ser. Jamás podría olvidar aquel sabor de carne muerta sin previo paso por las calentitas hordas del fuego. Allí juré por Dios, y a él puse por testigo levantando mis garras y mi insolidario rabo al cielo, que en mi lobezna vida iba a pasar mucha, pero que mucha hambre si esa era la única manera de alimentarse.
Esa noche charlar, lo que se dice charlar, charlamos poco, por lo menos yo. Ellos dos sí que se despacharon a gusto y me contaron un montón de cosas sobre los de nuestra raza que seguramente me servirían para el resto de mi vida. Me dijeron cosas tales como que parece ser y así se decía...que era fácil reconocer a los hombre lobos en su versión humana aunque ellos nunca habían conseguido reconocer a nadie y se preguntaban por qué. Parece ser que eran reconocibles por tener las cejas siempre pobladas y reunidas encima de la nariz. De haberme sabido hacer entender les hubiese dicho que generalizar siempre acarrea errores, pues yo no entraba dentro de esos pilosos cánones. Mientras me hablaban, sí que recordaba algunas caras de gente vista con estas cualidades, horrendos todos por cierto, pero por qué no podía ser yo la excepción que confirmara esa regla, bueno, de hecho es que de ser cierto lo que me decían sí que era yo la excepción. Mis cejas eran lujuriosamente normalitas y estaba claro que un hombre lobo también era. Tampoco pude preguntar cómo reconocer según ellos a las mujeres lobas, que por otra parte era lo que más me interesaba a mí. Supuse que ya me lo dirían con el tiempo y cuando pudiese decir alguna bendita palabra en vez de ronronear como hacía.
>>Continuaron diciéndome que los humanos nos tenían auténtico terror porque estaba extendida la creencia de que perseguíamos a las mujeres para poseerlas, y no contentos con ello, también perseguíamos a las niñas humanas para devorarlas. Yo a esto no podía ni decir ni sí ni no, era novato, pero al ver mi cara de preocupación porque ya me veía persiguiendo mujeres para poseerlas y comiendo niñas, me dijeron que eso era totalmente falso; la nuestra, era una raza de lo más sociable pero que no nos dejaban oportunidad de demostrarlo. Así ha sido desde siempre y siempre sería. Dos seres distintos en un mismo todo y por ello maldecidos de por vida por los humanos.
>>Referente a estas cuestiones continuaron contándome cosas e instruyéndome en lo que se me venía encima. Según me dijeron, la única forma de acabar con nosotros era abatirnos a balazo limpio, pero con la salvedad que el proyectil debía ser de plata. Si era con cualquier otro tipo de proyectil, como mucho, todo quedaría en un susto y como un pequeño aguijonazo a semejanza de la picadura de una abeja o avispa.
La velada llegó a su fin, y aquellos nuevos amigos fueron poco a poco desperdigándose y desapareciendo de allí. Yo me despedí de mis nuevas amistades y quedé con ellos justo en el lugar donde esa noche me habían encontrado hasta que me aprendiese el camino y supiese ir yo solito. Con un apretón de garras con Hulk, y otro aromático y breve olisqueo con ella, partí de allí hacia mi humano hogar. Esa noche me sirvió de mucho. Ya tenía claro lo que era y cuáles mis preferencias. Me quedaba otro mes por delante para poder volver a ver a aquellos amigos. Les había tomado más afecto a ellos en una noche que a todos mis humanos amigos de toda una jovenzuela vida.
V. Vuelta a la rutina
Tras la lobezna despedida me dirigí a mi casa muy contento. Iba dando saltitos de un lado para otro del camino. Llegando casi a mi domicilio, el recuerdo del lobezno encuentro con la partenaire del Hulk, cada vez se fue arraigando más y más en mí. Es cierto que yo no entendía mucho de cuándo se podía considerar que una mujer loba estaba de mírame y no me toques. Ya dije que en aquellos tiempos incluso resultaba difícil de averiguarlo en las mujeres normales con tanta ropa que se ponían, pero el caso es que a mí me pareció que no estaba nada mal, y que cubría con creces mis expectativas. Ni quería imaginarme cómo estaría de humana. Tanta gilipollez me invadió que incluso cogí una margarita y empecé a desgranar sus hojas para ver si el resultado a mi pregunta de si me quería resultaba positivo. A todo esto, y como alucinado ante lo que estaba viendo, la punta de mi rabo estaba aposentada encima de mi cabeza en plan periscopio siendo observador de excepción de mi momento margarita: Me quiere lobeznamente hablando, no me quiere lobeznamente hablando, me quiere lobeznamente hablando, no me quiere lobeznamente hablando. Al llegar al último pétalo, y cuando estaba bastante claro que el resultado iba a ser desastroso, ocurrió lo impensable. El resultado no fue “no me quiere lobeznamente hablando”, no, el resultado que se posicionó delante de mí fue: Pues no se ¡eh! pero la esperanza es lo último que se pierde.
Con este resultado esperanzador por parte de la margarita llegué por fin a casa. Supongo que llegué antes de tiempo porque aún era el intrépido y aguerrido hombre lobo albino. Federica, a mi paso se hizo la despistada, pero a mí me había gustado eso de mostrarle mi fiereza y no pude reprimirme, más teniendo en cuenta que Federica era al único ser de la tierra al cual le imponían respeto mis rabietas. Así que conforme pasaba delante de ella volví la cabeza y la miré dejando escapar mis consabidos hilillos de rabiosa saliva con toque especial de arrugamiento de morretes.
La luna poco a poco fue dando paso al día, y con él Wolfillo dejó de existir nuevamente. No había hecho nada más que acostarme cuando mi padre llamó a la puerta para que me levantase. Tenía un sueño del copón, pero era el precio que tenía que pagar, y así tenía que aceptarlo. No todo iban a ser ventajas en lo referente al “cambio”.
Durante ese largo mes de espera, cada vez que mis quehaceres campestres me lo permitían, salía con mis amigos como siempre hice. Íbamos a los mismos lugares y hacíamos las mismas cosas que siempre. Normalmente era hacer el tonto y poco más. Pero yo ya no lo veía del mismo modo. Había crecido tanto psicológicamente hablando en tan poco tiempo, que ya no me veía una parte integrante de ellos. Sus chorradas me aburrían y sus niñerías más. Poco a poco fui desvinculándome de ellos, y me volví un jovenzuelo solitario con otras inquietudes en la vida que hacer travesuras.
Mi parte lobezna había quitado protagonismo a la humana. Los dieciocho años de humano hasta ese momento no me habían reportado nada positivo en aquella salvaje edad media, todo lo contrario. Eso de que “tanto tienes tanto vales” nunca fue conmigo. Siempre fui más de “no por no tener nada eres menos que nadie”, y esa forma de pensar no era muy popular. Debías rendir siempre pleitesía tanto a los señores feudales como a los señores de los señores feudales, y de ahí para arriba, y como eran tantos, había que rendirles pleitesía casi a todo el mundo, claro, sin contar con el duro varapalo de las recaudaciones e impuestos de las cuales éramos víctimas cada mes, y que dejaban el presupuesto familiar tiritando para una larga temporada. Muy arraigada también estaba eso de la “Primma Notte”. Esta arraigada costumbre de algunos lugares era de lo más curiosa y pintoresca. Básicamente consistía en que el señor feudal se cepillaba sin miramientos a cualquier desposada en la primera noche de su matrimonio para probarla, que digo yo que era para ver si funcionaba bien, o buscarle algún defecto de fabricación, luego, a la mañana siguiente se la entregaban ya probadita a su marido en cuestión. Sobra elucubrar sobre la nochecita que pasaría el buen hombre imaginando a su mujer siendo probada a base de bien por su señor. Menos mal que en la Castilla la Mancha de mi alma éramos más inteligente y no había matrimonios con papeles. Éramos más de ser parejas de hecho, pero bueno, prosigamos.
El caso es que en mi nueva adquirida soledad todo era intentar dar con el personal que fuese hombre lobo en sus ratos libres y noches de luna llena. En mi mente repasaba una vez y otra las sabias palabras del Hulk, “cejas pobladas y que confluyen peludamente reunidas encima de la nariz”. A algunos vi con esas características pero los miraba y no me inspiraban nada raro. Eran defectuosos de fábrica, y no los veía yo de hombre lobo. Ya de las mujeres lobas ni hablamos, que para mirarles cómo tenían las cejas casi había que echar una solicitud al susum corda. Conclusión, o éramos pocos en relación a la población mundial, o en mi pueblo el único hombre lobo era yo.
Pensando en esto...mis pasos me llevaron al frondoso bosque, lugar de mis lobeznas metamorfosis. Era en el único sitio que me sentía a gusto. No era un lugar muy frecuentado por ser el hogar de numerosas jaurías de lobos “normales”. Normales me refiero que no eran hombres lobos, porque lo que sí tenían es que eran inconmensurables y desconfiaban mucho de los humanos, convirtiéndose a veces estas desconfianzas en ataques. De hecho eran frecuentes los rumores sobre ataques de estos, pero a mí eso no me importó en exceso no sé por qué. Yo iba paseando tan tranquilo pensando en mis cosas sin ningún miedo. Tanto es así que sin darme cuenta la noche me sorprendió, y con ella los lobos hicieron acto de presencia. Los aullidos eran aterradores ¡Qué acojonadora envidia me dieron!, los oía por todas partes. Al igual que en la última noche en que Wolfillo vio la luz de la luna, vi esos ojos rasgados agazapados entre los matorrales mirándome. El no importarme el tema de los lobos en exceso se transformó ipso facto en un pánico de difícil calificativo. No sabía qué hacer ni dónde esconderme. Decidí sin ninguna ayuda quedarme petrificado a la espera de ser degustado por todos aquellos paisanos, ignorantes de realmente saber quién era yo.
Los lobos vinieron en procesión prestos a invadir mi espacio vital. Era una manada compuesta aproximadamente por veinte integrantes. Conforme se iban acercando, y al sentir la muerte tan de cerca, quise expiar culpas y rezar aquel padrenuestro de antaño que tanto ha evolucionado hasta llegar a lo que es hoy, y poner mi vida en sus fauces. Cerré los ojos, así el primer mordisco no lo vería, y moriría más relajado; lo contrario hubiese sido todo un estrés, y nunca fui muy partidario de morir de un expectante y ocasional infarto. Pero sorprendentemente los lobos no se abalanzaron sobre mí. Se acercaron como si me considerasen alguien como ellos pero de un mayor status social, pues fueron acortando distancias en actitud sumisa. Incluso me transmitieron la valentía y confianza necesaria para acariciarlos y ya no se separaron de mí hasta que me tuve que marchar.
>>Al mes siguiente y como era de rigor, llegó la noche de luna llena, y Wolfillo volvió a salir de mis adentros.
Esa noche fui al encuentro del lugar en donde había quedado el mes anterior. Al poco tiempo los vi aparecer de nuevo. No me habían olvidado, y habían sido fieles a su promesa de venir en mi busca. Tras los consabidos afectuosos saludos, fuimos nuevamente a su hábitat, ahora también mío. Mi rabo, al que bauticé como Pepón, nos acompañó como siempre. Como siempre también, él iba a su bola cotilleando por todos lados. En este mes de margen no había evolucionado para nada, y yo seguía sin poder dominarlo.