Wolfillo el irrepetible hombre lobo albino, Parte 5ª

 

El carcelero, al cerrar la puerta me miró socarronamente como imaginándose que aquello debió haber sido Sodoma y Gomorra. El tiempo que quedó no pude separar de mi mente esos momentos en que nos miramos fijamente. Momentos interrumpidos imprevistamente cuando el carcelero acompañado de un clérigo llegó preguntándome si yo quería mi última confesión para así limpiar mi alma de pecadillos. No quise confesar nada. Estaba en paz con Dios tanto lobezna como humanamente hablando, y mis posibles pecadillos eran exclusivamente míos, y no tenía por qué compartirlos con nadie, así que le dije al carcelero que acabásemos cuanto antes con tanto sufrimiento; “sufrimiento” entre comillas porque yo sabía que a Wolfillo le quedaba muy poco tiempo para darse a conocer.

El carcelero aceptó mi indicación y salimos de los suburbios del castillo para dirigirnos a la pasarela deslizante desde donde me lanzarían sin compasión al foso común. Normalmente y como dije, el gobernador tenía la costumbre de ordenar lanzar a los reos desde la torre norte vista desde el sur, pero conmigo pretendía ser más sanguinario. No quería que un impacto desde tan alto contra el agua acabase con mis días antes de que las pirañas se pegasen el festín a mi costa. No me preguntaron tan siquiera si sabía nadar para por lo menos tener esa posibilidad de escape, por otra parte, supongo que sabían muy bien que lo de nadar era un dato sin trascendencia pues nadie había escapado entero de las fauces de aquellas bestias acuáticas.

A nuestra llegada a la pasarela estaba esperándome el comité de recepción formado por el gobernador, su pequeño ejército particular, y por todo aquel al que su innato sadismo le permitía ser testigo de todo lo que allí iba a ocurrir. Pude ver que también estaban mis compañeros de reivindicación. Los labriegos de la mesa ovalada habían ido para darme su último adiós y apoyarme en esos acuáticos y piscícolas momentos. Seguro que me consideraban el primer mártir de nuestra causa a juzgar por sus quiméricas palabras de apoyo: >>¡Ánimo machote! ¡No te dejes vencer! ¡Estamos contigo!<<.

Yo, mientras esta algarabía se apaciguaba y dejaba de regalarme tantas muestras de cariño, estaba comenzando a impacientarme. Wolfillo no aparecía. Estaba tardando más de lo debido. Nunca se había hecho tanto de rogar y quedaban escasos momentos para el empuje final. Justo un instante antes, desconozco por qué, quizás inconscientemente buscaba su última mirada, miré hacia uno de los torreones del castillo y allí la vi mirándome. Antes de consumarse el homicidio sobre mi persona, el gobernador exigió silencio a todos los allí presentes y dijo tras ordenar al oficial de más alto rango de su guardia que me sujetase y comenzase con la tortura.

>>Sobre ésta tortura tengo que decir que mis recuerdos son muy difusos, y sinceramente me es muy difícil de creer que fuese como lo cuento. Quizás, que no lo sé, el terrible castigo que se me tuvo que infringir, mi subconsciente con el paso de tantísimos años haya ido transformándolo en algo más benévolo, compadeciéndose de mí en estos últimos momentos de mi vida. Sea como fuere, esto es lo que recuerdo de ese pasaje de mi vida, y así lo cuento:  

Gobernador - Abanderado de los labriegos de la mesa ovalada, ¿Qué tienes que decir?
Yo: Que....qué.... que me suelte la oreja que me está haciendo daño..¡Ayyyy!
Gobernador: Eso no puede ser reo. Es parte de la sangrienta tortura a la que te tendrás que enfrentar.
Yo: ¡Ah! ¿Y me va a tener que retorcer muchas cosas?
Gobernador – Eso dependerá tan sólo de ti, reo.
Yo – ¿Y si digo eso que quiere me libraré de las pirañas?
Gobernador – Pues no.
Yo - ¿Entonces?.
Gobernador – Entonces qué.
Yo – Pues que entonces para qué voy a decirlo, vamos digo yo, ¿no lo ve una solemne gilipollez?.
Gobernador – Pues hombre.....diciéndolo así......no sé.....
Yo – Píenselo, píenselo por un momento. Debe darse cuenta que quiere que diga algo que no siento, y además falso para de todas formas ir a parar al foso.
Gobernador – Vas a llevar razón eh, y si te perdonase la vida ¿Lo dirías?.
Yo - ¡Claro!.
Gobernador – Pues te jodes que de eso nada.
Yo – Bueno, pues no lo digo.
Gobernador – No lo digas, tú mismo ¡Guardia!, retorcimiento oreja izquierda 30º a estribor.
Yo - ¡Ayyyyyyyyyyyy!
Gobernador - ¿Qué?, ¿Lo dices?.
Yo – Noooooooooooo ¡Ayyyyyyyyyy!.
Gobernador – ¿Noooooooo?.
Yo – No.
Gobernador – Guardia, retorcimiento de la misma oreja quince grados más.
Yo - ¡Aysssssssssssss!...Joder que daño.
Gobernador - ¿Sigues erre que te erre?.
Yo – Sí.
Gobernador - ¿Sí?, muy bien. Tú lo has querido. ¡Guardia!, a ver si puedes con la otra mano cogerle la otra oreja y retorcerla 45º pero esta vez a babor.
Jefe de la Guardia – No sé eh, lo intentaré señor gobernador (debe de estar muy cabreado para utilizar esta tortura, es para los casos más graves), A ver reo ¿Te puedes estar quietecito?.
Yo – ¡Qué cachondo!, encima te voy a dar facilidades.
Jefe de la Guardia – Sr. Gobernador, que el reo no se está quieto y no puedo retorcerle la otra.
Gobernador – Reo de los cojones, ¿Quieres estarte quieto?.
Yo – Que no, que no me estoy quieto, que duele mucho.
Gobernador – Pues claro que tiene que doler, para eso se hace precisamente, Guardia, tírale de la patilla del lado de la oreja retorcida.
Jefe de la Guardia – A la orden.
Yo - ¡Aysssssssssssss!, Vale, vale, qué brutos, ya me estoy quieto que esto es aún peor.
Jefe de la Guardia – Jeje.
Gobernador – Jeje.

>>Mientras me torturaban de esta manera tan salvaje e inmisericorde, veía las caras de asombro de los que estaban visualizando mi inhumana tortura ante la entereza que estaba demostrando en todo momento. Pero aún quedaba por llegar lo peor pues yo no cedía. Nunca diría lo que el gobernador pretendía que dijese aunque me fuese la vida en ello, que era fijo que me iba a ir.

Gobernador – Reo, te advierto que a partir de ahora viene lo peor, ¿lo dices?.
Yo – No.
Gobernador - ¿No?.
Yo – No.
Gobernador – Bien, tú has vuelto a quererlo.

>>El gobernador le dijo al jefe de la guardia que trajese los útiles de tortura para casos extremos. En veinte kilómetros a la redonda nadie habló, y un expectante silencio se adueñó de todo el entorno. A estas alturas, el gobernador estaba quedando fatal con toda aquella gente, y si no conseguía doblegar a mi selvático espíritu, quizás una sublevación generalizada le depondría de su soberano puesto al ver que no era lo todo poderoso que pretendía ser.
El jefe de la guardia llegó trayendo entre sus brazos una caja de madera con una inscripción en latín debajo del símbolo de una figura negra con una guadaña al hombro, que decía: "Utilorums torturatim cabezonem reo de los huevus".
Aunque mi valor estaba fuera de toda duda, he de confesar que mi cuerpo se descompuso. No sabía con qué terribles actos vandálicos iban a seguir profanándome, y cuánto más podría seguir aguantando.

Gobernador – Ya no te pregunto nada Reo, Guardia, deme el utensilio torturador.
Jefe de la Guardia – A la orden.

>>El jefe de guardia sacó el utensilio y se lo entregó al gobernador que lo mostró al público presente. El pánico se reflejaba en sus caras y hasta algunas mujeres lloraban ante lo que se preveía que iba a ocurrir.

Gobernador – Guardia, empuje un poco al reo para tirarle al suelo y ate cada extremidad suya a los palos puestos ahí a tal efecto.
Jefe de la Guardia – ¿Las mías?
Gobernador – No estúpido, la suyas no, las del reo.
Jefe de la Guardia – Perdone eh, no insulte, que vuestra excelencia ha dicho ate cada extremidad suya.
Gobernador – Pero vamos a ver, ¿Para qué coño le quiero a Vd con las extremidades atadas?.
Jefe de la Guardia - ¡Ya!, para nada, si a mí me extrañó, pero.....
Gobernador – Que no quiero peros ni peras ni el Dios que las fundó, que lo até ya, y cuando acabe todo esto preséntese a mí, que ya estudiaré su caso a ver por qué coño es Vd. jefe de la guardia.
Jefe de la Guardia – Vuestra excelencia me ascendió. Tengo el diploma que lo acredita con su sello y todo.
Gobernador – Bueno, vale ya, vaya mierda de tortura que estamos haciendo, céntrese eh.

>>Instantes después, el jefe de la guardia ató cada una de mis extremidades a equis puntos equidistantes, quedando yo un poco en plan crucificado. Acto seguido pude ver la letal arma que pretendía utilizar conmigo el gobernador. Me horroricé. Me iba a resultar demasiado doloroso no claudicar a sus pretensiones. El gobernador para hacer más profunda la herida abierta, clavó sus dedos en ella mostrándome el utensilio a escasos centímetros de mis ojos. ¡Era una pluma de ganso!. El populacho pidió clemencia para mí, tanto los que tenía a favor como a los que siempre tuve en contra.

>>Noooooo Sr. Gobernador, no lo haga, tenga clemencia, no vamos a poder soportar tanto sufrimiento del Reo”.

El gobernador se sintió orgulloso de sí mismo porque la gente le estaba pidiendo clemencia para mí, y ahora era la suya de mostrar que era una persona carente de escrúpulos y nobles sentimientos.

Gobernador – ¡Guardia!, desnude sus pies y me refiero a los del reo no a los de usted, a ver si vamos a empezar como antes.
Jefe de la Guardia – A la orden.
Yo – (Temiéndome lo peor y sabiendo que habían sabido dar con mi punto débil no pude por menos que gritar)...¡Nooooooooooooooo, por favor....Nooooooo.
Gobernador – Guardia, proceda, primero en plan suave, luego iremos subiendo de intensidad, de él dependerá.

>>El Jefe de la guardia procedió y comenzó a pasar suavemente la pluma por las plantas de mis pies.

Yo – Noooooooo....jajajajajaja, nooooooo...jajajajaja, (en lo que no había pensado el gobernador era en que mi risa era extremadamente pegadiza y ocurrió lo inesperado)
Jefe de la Guardia – Je, jejeje, jejejeje, jajajajajajajaja.
Populacho – Jajajajajajajajaja
Gobernador – Ji...Ejem, Guardia, no se ría eh.
Jefe de la Guardia – A la orden Sr. Gobernador jajajajajaja.
Yo – No siga por favor, no siga haciéndome sufrir tanto jajajajajajajaja.
Populacho – Jajajajajajaja.
Pirañas – Jajajajajajajaja.
Gobernador – Ji...Ejemm. Ejemmm..(No puedo más), Jijijijijijijijijijiji
Todos – Jajajajajajaj...Jejejejejeje.....Jijijijijijijijij.
Gobernador - ¡Aysss que bien que nos lo estamos pasando! Eh Jijijijijiji.
Yo – Sí gobernador sí jajajaja.
Gobernador – Ale pues ya está....Jijijiji, Guardia, deje ya de torturarle y dosifíquele directamente una patada en los huevos si cuando ahora le vuelva a hacer la pregunta sigue en sus trece.
Jefe de la Guardia – A la orden.
Gobernador – Reo, tenemos que acabar ya, lo dices o qué.
Yo – Hice un gesto como de asentimiento. El gobernador orgulloso y creyendo que lo había conseguido, mandó callar a todo aquel personal que aún estaba revolcándose por el suelo descojonaditos vivos.
Gobernador – Pueblo querido, presten atención que el reo por fin quiere hablar.
Yo – Pasaron algunos dramáticos segundos hasta que ya no pude aguantarlo más y grité...¡Libertaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaadddd!

A continuación el jefe de la guardia me propinó la preceptiva patada en los huevos, y de un empujón me lanzó directo al foso común. Mientras dolorosamente caía, vi como mi lobezna preferida volvió su cara para no ser testigo de mi trágico final. Durante todo mi tormento estuvo mirándome, seguramente la impactó muchísimo ver mi tremenda valentía y mi desprecio por el dolor.

Mi cuerpo saltó por los aires al profundo vacío acuoso que me esperaba. La caída fue casi interminable. Ver en visión 3D y a velocidad de vértigo cómo se iba aproximando el impacto puedo asegurarles que no se lo deseo a nadie. La superficie del agua parecía los carnavales de Río de Janeiro. Las voraces y hambrientas pirañas saltaban para ver cuál de ellas tenía el gran honor de llevarse el primer bocado de mi aterrado cuerpo. Yo llamaba a Wolfillo suplicándole que si tenía un momento dejase lo que estuviese haciendo y viniese ya a invadirme de una puñetera vez, que el momento impacto era inminente. Tan inminente fue, que me estampé sin remisión contra aquella gélida y festiva agua. Mi cuerpo se hundió a una gran profundidad. Mis mismísimos ambos dos agradecieron el gélido momento pues su temperatura ambiental después de la caricia del jefe de la guardia estaba por las nubes, y aquella gélida agua iba a impedir su inflamación. Pero no pude evitar caer inconsciente. Todos nos quedamos inconscientes. Parecía ser que el que peor estaba era Wolfillo. La temperatura a cero grados del agua y mi momento de congelación fue haciendo que flotandillo fuese ascendiendo lentamente hacia la superficie. Cuando mis pulmones ya no daban más de sí, y mi sangre se estaba congelando dentro de mis venas salí del coma acuático. La primera visión que tuve fue ver cómo el ejército espinoso de las tinieblas venía con indudable dirección hacia mí para dar comienzo con el banquete, pero por fortuna ocurrió lo tan esperado. El agua comenzó a hervir. Alrededor de mí, millones de hervidas burbujas parecía que quisiesen camuflar mi momento metamórfico, y dar a entender que efectivamente estaba siendo devorado vivo. Mi cuerpo comenzó a convulsionarse y a crecer a lo alto y a lo ancho. Mi virginal pelambrera blanca traspasó mi piel. Mis morretes comenzaron a adquirir dimensiones lobeznas, y a los pocos instantes el cambio se había consumado sin que nadie se hubiese percatado de él por causa de las hervidas burbujas que me camuflaban.

Ya como Wolfillo, pensé que no debía ascender a la superficie y que debía mantenerme sumergido para que no me viesen, y me siguieran dando por consumido por las pirañas. No era de mi gusto el baño que me habían obligado realizar, pero luego me di cuenta que fue lo mejor. No quiero ni pensar qué hubiese ocurrido si Wolfillo hubiese sido visto tanto por el guardián como por todos los sádicos allí reunidos. El secreto del estandarte y socio fundador de los labriegos de la mesa redonda se hubiese ido al garete, y quién sabe si las plateadas balas hubiesen dado buena cuenta de mí.

Buceando, me fui alejando del punto de lanzamiento, pero aún quedaba el inevitable enfrentamiento con las voraces pirañas. Mientras buceaba comencé a ver a algunas ligeramente dispersadas como si fuesen espías que en avanzadilla informarían posteriormente a la piraña jefe de la posibilidad de un victorioso ataque. No les debió dar muy buenas expectativas mi enorme tamaño con efecto especial incluido de morretes arrugados hasta sus últimas consecuencias, y visionado de furioso colmillos, pues se batieron en retirada al momento. A mí, dado el momento y después de haber comido liebre sanguinolenta al natural, me hubiese dado igual cepillarme a cuantas pirañas osasen enfrentárseme en mi lobezno momento. Modestia aparte, yo era muy superior a todas ellas aunque me atacasen a mogollón.

Tras la inexistente batalla quise continuar con mi sumergido alejamiento, pero nunca me alejaba de ningún sitio. Pasé doce veces por el mismo lugar desde donde me lanzaron. El redondeado foso rodeaba toda la superficie exterior del castillo y yo no paraba de dar vueltas, incluso ya las pirañas me saludaban cada vez que pasaba por donde ellas se encontraban. Mis lobeznos pulmones nada tenían que ver con los humanos, pero incluso así, ya estaban al borde del colapso. La fortuna lobezna quiso que me diese cuenta que había una puerta apenas perceptible en una de las paredes laterales del castillo. Estaba completamente poseída por plancton de río y arrecifes coralinos de agua dulce. Debía pasar a través de ella. El castillo no era el lugar más recomendable dada las circunstancias, pero era la mejor opción que tenía en mi naufrago horizonte. La puerta no cedía, estaba atascada, en un casi moribundo esfuerzo propiné soberano ostión con el que hice añicos la puerta pudiendo acceder por fin al interior.

Por suerte el acceso era ascendente y el agua llegó un momento que no pudo alcanzar más nivel. Sin aliento caí rendido en tierras seguras y niveladas. Ignoro cuanto tiempo estuve en actitud de reanimación. Cuando recobré la conciencia y miré a mi alrededor, aquello me pareció que era el purgatorio. En su día bien podía haber sido una sala de tortura a juzgar por el enmohecido mobiliario que lo decoraba. Debió quedarse obsoleta y por eso estaba abandonada. Alguna salida tenía que haber, que me permitiera salir pitando de allí, porque de lo que recuerdo puedo asegurar que el sitio en cuestión daba terror incluso para un hombre lobo como yo.

Efectivamente sí que había salida. Justamente enfrente de mí había una enorme puerta que daba acceso a lo que ya propiamente podíamos llamar parte habitable sin torturas del castillo.



IX. Nuestra primera vez.



A oscuras fui recorriendo un oscuro pasadizo ovalado y de no mucha altura construido con la sana intención de no ser conocido salvo por el personal autorizado que bien podían ser verdugos, y clanes afines a sus vidas y costumbres. ¡A lo mejor alguna vez Torquemada pasó por donde yo me encontraba ahora!. Qué repelús que me entró al pensar esto, repelús que fue muchísimo más intenso y sin posible comparación cuando en aquella oscuridad y a los lejos pude ver unos brillantes y rasgados ojos que se aproximaban hacia mí en actitud nada esperanzadora para mi integridad física. No pude creer lo que mis ojos vieron conforme esos otros ojos se fueron acercando, ¡Era mi lobezna preferida!. Por aquí era por donde salía en las noches llenas de luna. Quizás ella era uno de las pocos seres vivos que sabía de la existencia del lugar. El momento del encuentro fue inexplicable. Era la primera vez que ella y yo nos encontrábamos sin estar en presencia de Hulk, y esto irremediablemente iba a traer como consecuencia el total desenfreno de tantos momentos reprimidos por ambos. Así ocurrió. Allí estreché por primera vez a mi lobezna preferida entre mis brazos sin que ella opusiese la más mínima resistencia. Una vez que se recuperó del gran impacto que le causó verme, pasé de olisquearla como antaño. Era hora de cambiar estereotipos y costumbres. Aparte de lobos también teníamos resquicios humanos y en algo se tenía que notar. Toda ella se quedó estupefacta al sentirse tan oprimida. Nunca había sentido ese contacto llamémosle tan humano, y pareció no disgustarle para nada, pues de la misma manera ella hizo presa en mí. Nos miramos e infringiendo normas divinas y humanas me dispuse a besuquearla o, al menos eso intenté, porque fue imposible ya que la longitud de nuestros respectivos morretes me impedía abarcar con mi hocico el suyo y el contacto labio a labio resultaba más bien estéril. No encontraba la posición por mucho que torcía mi cabeza. Hubo un fugaz momento que al conseguir una cierta “cómoda” posición introduje mi lobezna lengua en sus adentros. Esa forma de introducción de sensual no tenía nada, parecía que estuviese lamiendo los últimos resquicios de leche condensada que un bote alguna vez tuvo. Me di cuenta que en plan lobezno no estábamos creados para esa forma de arrumacos. Había que ir al grano. Aunque fuese con todo el amor del mundo, pero había que ir al grano y nada de calentamientos previos.

El deseo lo veíamos el uno en el otro y aunque el pudor no forma parte de nuestra herencia cromosómica, sí que hubo algún problemilla que otro. Yo era la primera vez que lo hacía en plan wolfillo y tenía algunas lógicas dudas de por dónde debía introducirme. No sabía si las mujeres lobas tenían lo que las humanas. Con tanto pelo me resultaba imposible averiguarlo visualizando exteriores. Por otra parte me parecía que hacerlo en plan felino, que tantas veces había visto en su hábitat natural, no era precisamente nada excitante aparte de un poco selvático, y yo tenía entendido que para ese tipo de selváticas introducciones posteriores siempre había que pedir permiso a la interesada pues algunas consideran esta variante sexual como una cierta actitud de humillación, sumisión, e incluso profanación por parte del masculino ser hacia ellas, y no están para nada por la labor.

Wolfillo, o sea yo, estaba en una sexual encrucijada de caminos sin saber cuál dirección tomar, si la humana o la enteramente animal. Así que decidí ser parte inactiva del momento y dejarle llevar la voz cantante a ella. Yo estaba que me subía por las paredes, y prueba de ello era lo altiva que se encontraba mi lobezna parte orgánica que no pasó desapercibida para mi lobezna preferida. Viendo cómo yo me encontraba, no voy a negar que tenía fundadas esperanzas de que me regalase algún que otro lametón (o quién sabe) en semejante parte para cantar el alirón de una puñetera vez, pero nada de nada, parecía que a mi lobezna preferida ni se le pasaba eso por la imaginación. Se limitó a recostarse sobre su espalda abrir ambas dos nalgas y esperar acontecimientos. Los acontecimientos llegaron en forma de Wolfillo clavando armas donde no había sitio donde clavar, o para ser más exactos, pinchó en duro y en lugar inadecuado. Como dije, imposible encontrar nada entre tanto pelo. Wolfillo se sintió hundido en la más inexpertas de las miserias, sobre todo cuando ella le preguntó si era su primera vez. De nada le hubiese valido asegurarle que humanamente hablando ya había probado las mieles del éxito, y tuvo que reconocer que no había conocido a loba alguna.

Como si Wolfillo fuese dirigido por un perro lazarillo por la ceguera de su honesto miembro, la zarpa de ella se lo agarró sin remisión y de una manera completamente personal e intransferible se la introdujo ella misma. Wolfillo se limitó a aportar algunos empujes pélvicos a la causa común, y poco más pues fue visto y no visto. Esa noche Wolfillo y su lobezna preferida lo hicieron en repetidas ocasiones, que alguna ventaja tenía que tener también el lobezno affaire. No todo iban a ser imposibilidades y noes, y es que el gremio lobezno copula muchísimas veces y sin descanso. Para Wolfillo esto era impensable en su vivir humano. Él era de los de uno más uno nunca suman dos pues siempre falta el segundo uno, pero eso si eh, ese uno bien echadito y sobre todo muy intenso.

Fue genial para ambos tanto retozar. Se amaron tanto que ya hubiesen querido eso para ellos el Romeo y la Julieta, eternos íconos del amor llevado a sus últimas consecuencias.

El momento relajación llegó, y ella se quedó dormida sobre el lobezno pecho de wolfillo. Él, mientras tanto, saboreaba mentalmente todos los momentos vividos acariciándola con su zarpa hasta que el sueño también le venció y quedó profundamente dormido. Tan felices eran, y con tanta paz interior se encontraban, que la noche no quiso inmiscuirse entre ellos, y el día hizo igualmente acto de presencia sin querer romper ese tierno momento. Wolfillo y su lobezna preferida no se dieron cuenta que había amanecido. Cuando despertaron entre arrumacos y arrumacos algo había cambiado para siempre sus vidas. Eran humanos y como tales estaban juntos.

>>Perdonen que a veces en mi relato Wolfillo parezca alguien ajeno a mí, pero es algo difícil describir mis vivencias haciéndolas confluir en dos seres con vidas tan distintas y a la vez tan semejantes.

La luz que vi en sus ojos mientras nos mirábamos desnudos era clara muestra de que mi lobezna preferida había dejado algún tipo de rastro en ella. Esa luz era la que aprendí a mantener siempre presente en mi mente y recuerdos. No era descabellado albergar esperanzas de que poco a poco fuese recordando cosas. Este indescriptible momento dio paso a darnos cuenta que precisamente estábamos desnudos, y el pudor humano nos invadió a ambos. Nos tapamos rápidamente con lo primero que tuvimos a mano porque para ella yo era prácticamente un desconocido, y estar en bolas frente a mí la ruborizó muchísimo, a mí también, que aunque era mi lobezna preferida, de humana apenas la conocía, y en ese momento lo único que tenía yo aún ligeramente inflamado eran mis mismísimos. Aún quedaban secuelas del puntapié que me propinó el guardia. Aquella mujer que tenía tan en las cortas distancias me preguntó algo alterada que si había ocurrido algo entre nosotros, le respondí que no, hizo que le jurase que no mentía, y no mentía, yo realmente lo había hecho con mi lobezna preferida y no con ella.

El caso es que debíamos separarnos. No podían echarla a ella en falta y yo allí estaba de sobra. ¿Pero a dónde podía ir?. Si ya era malo que me viesen en plan Wolfillo, imagínense lo que pasaría si me viesen ahora que creían que era cadáver porque si a los hombres lobos los trataban a balazo limpio y plateado, calculen a un zombi.

Ella me dijo que aunque no sabía por qué estaba ahí y no recordaba lo que había pasado, no cabía duda de que ese sitio no era conocido, por lo menos ella nunca había oído que nadie lo conociese ni sabía de su existencia, y eso que llevaba allí casi toda una vida. Yo estaba completamente convencido que ella siempre pasó por allí siendo mi lobezna preferida y no una humana, y precisamente por eso no recordaba el lugar. Lo mejor era que me quedase. Ella se encargaría de abastecerme de la alimentación necesaria para subsistir en aquella precaria situación. A mí esto me venía de perlas porque eso de que las vengativas pirañas estuviesen fuera esperando mi salida humana no me hacía ninguna gracia. Estaría allí hasta que wolfillo y su lobezna preferida saliesen juntos quizás ya como pareja habitual, y siendo ambos conocedores de todo.

Nos despedimos con dos frondosos y cariñosos besos en ambas mejillas hasta que volviésemos a vernos. Ella fue viniendo a diario sobre todo por las noches. Habíamos quedado que era la mejor hora. Tuve que acostumbrarme a comer una vez al día. Poco a poco nuestra relación fue afianzándose y en ese mes llegó a tomarme un gran cariño.

El mes que pasé allí fue de lo más aburrido que uno se pudiera imaginar. No tenía nada que hacer aparte de contar murciélagos que no sé por dónde entraban y salían. Ellos eran mi reloj. Su salida en estampida me indicaba que había llegado la noche, y con ella la próxima llegada de mi lobezno y humano amor. Su regreso en estampida, por el contrario, me indicaba que el alba estaba próximo. Aquellos cientos de murciélagos habían pasado a ser mis mascotas y me tomaron mucha estima. Fueron muchos baby murciélagos a los que salvé de caer víctimas propiciatorias de toda la fauna terrestre que esperaba la caída de estos volviéndolos a poner en su sitio. A esta fauna reptante yo no le tenía ningún miedo. Un guardaespaldas de excepción había venido en mi ayuda. El ciempiés de metro y medio me había encontrado, y entre nosotros se formó una afectuosa y extraña relación simbiótica. Él me protegía de los ataques de arañas y demás bichos peludos, y a cambio compartía mesa y mantel conmigo.

Durante ese mes entre mi lobezno amor y yo no ocurrió nada sexualmente hablando. Yo me moría de ganas, y supongo que ella también pues había algunos roces entre nosotros que lo dejaban entrever, pero ni ella ni yo pusimos toda la carne en el asador, tiempo habría ajeno a las miradas de tantas almas perdidas que seguramente habían perdido la vida en aquellos terroríficos aparatos de tortura.

El día tan deseado llegó, mejor dicho, la noche tan deseada y a la vez tan temida llegó. La noche anterior le dije que viniese un poco antes de que la luna llena se mostrase en todo su esplendor, ignorando ella cuál era la razón me contestó que lo intentaría pero que todo dependería de que pudiese o no.

Ese día estuve muy nervioso. Daba vueltas de un lado para otro hablando para mis adentros como si estuviese manteniendo conversación con algún amigo imaginario. El tiempo no pasaba. De repente ella llegó no como otras veces que todo en ella era alegría. Estaba como pensativa y con ganas de decirme algo. Al principio fue reacia y luego comprendí porqué. Le costó empezar pero cuando lo hizo, la noticia me dejó atónito. Me dijo que ella era un auténtico reloj digital para eso de sus reglas y que ese mes no le había venido en los primeros días, que era lo que le tocaba. No me había dicho nada esperando la feliz llegada de ésta, pero esa llegada no había ocurrido. Me puso entre la espada y la pared. Ella había confiado en mí, y en lo que le juré que en aquella noche que despertamos juntos no había ocurrido nada entre nosotros. Creía estar embarazada, y si eso era cierto, yo la había engañado a las primeras de cambio pues hacía tiempo que no había estado con nadie a excepción de conmigo, y la divina providencia no deja a nadie embarazada. Ante mi obligado silencio, decepcionada, tomó rumbo hacia la puerta para irse. Fui corriendo a su encuentro y le dije que por favor no se fuese, debía esperar a que llegara la noche, y entonces se daría cuenta de que no la había engañado (ojalá no me equivocase). Permanecimos mudos. No nos dijimos nada. La cara de desconfianza que mostraba hacia mí era digna de ver.

Mientras tanto, no paraba de mirar al clan murcielaguil esperando que su partida indicase que la luna llena venía en nuestro auxilio. Hasta daba palmaditas para que se hiciesen el ánimo de pirarse, pero aún seguían sumidos en el más profundo de los sueños. Mi intención con haberle pedido a mi lobezna que viniese en esa noche antes de hora, era para que nos metamorfoseásemos juntos y en buena armonía. Algo en mis adentros me decía que ese era el momento y, no otro, para que todos los secretos viesen la luz.

En un momento dado, el clan comenzó a desperezarse. ¡Había llegado la hora!. Sentía en mis adentros el latir del corazón de Wolfillo. Cuando el primer pelo de mi flequillo emergió tan blanco como siempre, me levanté y suavemente cogí las manos de mi desconfiado amor invitándola a levantarse también. Estuvimos mirándonos fijamente y pronto empezaron a mostrarse los cambios en nuestros respectivos cuerpos. No dejamos de mirarnos mientras asidos tiernamente por las manos veíamos como sosegadamente (que no era lo habitual) se iban diluyendo las imágenes de nuestra apariencia humana, dando paso igual de sosegadamente a nuestras respectivas lobeznas apariencias. Nuestra metamorfosis juntos terminó con los dos fuertemente abrazados. Ya no me hizo falta explicarle nada, lo sabía todo, el amor había abierto su mente y anulado barreras.

Wolfillo y yo por fin lo habíamos conseguido. Por fin teníamos lo que desde tanto tiempo atrás habíamos añorado. La tendríamos a ella durante todas las horas del día. Durante todos los días del mes. Durante todos los meses del año, y lo más importante, durante todos los años de la vida que nos quedase por vivir.

Recuerdo que no paré de dar saltos de alegría. La cogí a ella por la cintura y la ascendí casi a los cielos como bailando un vals. Tras tanta euforia contenida, a los dos nos invadió el mismo pensamiento, a ver quién tenía ahora los suficientes arrestos de hacer partícipe al increíble Hulk del tremendo notición. No había más remedio que decírselo y de los dos que estábamos allí, yo era el que tenía todas las papeletas.

Pasado el mejor momento de mi vida, y supongo que el de ella también, eché un último vistazo a la suite presidencial en la que habité por un eterno mes. Mi lobezna y yo nos dirigimos a pegarnos el primer chapuzón juntos. Ella se zambulló de golpe sin pensárselo ni tan siquiera dos veces, y yo por el contrario, estaba algo más dubitativo y lo pensé más de tres. Meter mi lobezna pezuña de golpe en aquella agua congelada me había impactado. Meter la otra pezuña que me quedaba seca y estornudar fue todo en uno. No fue una experiencia demasiado agradable. Siempre fui lobo de aguas tranquilas y tibias, y aquel agua era todo menos eso pero debía de introducirme en ella.

En un soberano esfuerzo físico me impulsé como pude haciendo palanca en un pedrusco que había por las inmediaciones. Este impulso me hizo colocarme detrás de mi lobezna, que fue la que iba abriendo brecha. Poco a poco mi cuerpo se fue aclimatando al nuevo entorno y tomé las riendas de la situación. Abrí la puerta que daba acceso al foso común, y allí estaban esperando como siempre las hambrientas pirañas. Al contrario de lo que se pudiese esperar, en vez de batallar con nosotros nos hicieron un acogedor pasillo por el que pasamos. Nuestra lobezna apariencia había hecho mucho en esto de que nos rindiesen honores porque si hace un mes no pudieron conmigo que era uno, ahora que éramos dos....., aparte de que estoy convencido que conocían muy bien a la otra parte integrante del dueto lobezno. Tantas veces la habrían visto cruzar el camino de Santiago Buzo que, incluso creo, habían entablado una amistosa relación.

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