Wolfillo el irrepetible hombre lobo albino, parte 4ª

 

El único testamento que dejaron mis padres fue la casa comunal con Federica y todas las deudas del mundo, deudas de las cuales mi hermano pasó ampliamente y no quiso saber nada; él se fue con la pilingui de su mujer dejándome todo el marrón a mí. Tuve que trabajar muy duro para hacer frente a tanto pago. Los impuestos me comían. Me pasaba todo el santo día trabajando. Tanto es así que inclusive cuando me transformaba en Wolfillo debía de seguir trabajando en el rústico campo. No podía ni tan siquiera ir a reunirme con los de mi estirpe. Wolfillo le sacaba más partido al trabajo. Contaba con la inestimable ayuda de Pepón que también hacía lo que podía. Más que nada, Pepón la misión que realizaba era estar de vigía para que Wolfillo no fuese descubierto y perforado por alguna plateada bala perdida. Estuve mucho tiempo sin ver a mi lobezna amada y a Hulk, seguramente estarían preocupados por mí.

Tanto yo de día como Wolfillo de noche estábamos hasta las narices de todo. Cuanto más trabajábamos, a más impuestos debíamos hacerles frente, así que decidimos que el frotar se iba a acabar, y que la hora de la sublevación había llegado, “La tierra para el que la trabaja”. Eso de deslomarnos nosotros para que otros sin pegarle un palo al agua se llevasen todos los beneficios se había acabado. El único problema era que de momento sólo había tres sublevados en las filas, Wolfillo, Pepón y yo. Debíamos adherir personal afín a nuestra causa. Supuse que todo aquel que estuviese en mis mismas circunstancias se aliaría con nosotros. Fui casa por casa. Llamé puerta por puerta explicando mi programa electoral, que por otra parte era bien sencillo porque básicamente consistía en negarnos a pagar y correr con todas las consecuencias de este acto. Lo de no pagar fue aceptado de inmediato, pero lo de correr con las consecuencias no tanto. Había mucho miedo a tener un juicio injusto y morir en el intento.

Tras arduas negociaciones logré reunir a quince adeptos a la causa. Esto era un 0´05% del padrón de habitantes y con esto debíamos apañarnos. El local sindical donde a partir de ese momento nos reuniríamos sería mi casa. Para tal efecto había construido una enorme mesa redonda que casi no cabía en el salón. Alrededor de esa mesa, los quince juramos por nuestro honor fidelidad a la causa y al efecto. A partir de ese día seríamos llamados “Los labriegos de la mesa ovalada ”. Sin saberlo, de esa reunión alrededor de aquella mesa ovalada nacería una leyenda que perdura hasta el día de hoy.

Como socio fundador y dada mi gran inteligencia, pensé en la posibilidad de sincerarme con mi labriega congregación y contarles mi oculto secreto. Aunque no sabía cómo reaccionarían, sí que tenía muy claro que en caso de que no saliesen despavoridos y lo aceptasen, la ayuda de Wolfillo, Hulk, y todos los demás, iba a sernos muy necesaria. Tras hacerles jurar que lo que se hablara no saldría de allí bajo pena de mordisco lobezno, lo conté. Lo hice justamente momentos antes de la metamorfosis para que no se pensasen que era coña. Seis de los catorce se cayeron redondos al suelo al verme en mi lobezno estado. Otros seis de los ocho restantes que quedaban, se quedaron insulsos casi llegando a la catatonia, y los dos restantes que quedaban de los catorces, se quedaron tan panchos pero algo más peludos. ¡Casualidades de la vida!, eran también hombres lobo, y yo les conocía por ser integrantes del lobezno clan de Hulk. Hecho inaudito pues era la primera vez que hombres lobo se habían conocido de humanos, esto me hizo albergar algún tipo de esperanza de que la estirpe lobezna fuese evolucionando, y por qué no, pudiese yo por fin conocer a mi lobezna preferida.

Posteriormente a reanimar de una u otra manera a los afectados por el momento Wolfillo, dimos por finalizada la clandestina reunión; a excepción de los dos que eran como yo, los demás se fueron a sus respectivos domicilios a recuperarse del impacto de todo lo que esa noche habían visto y oído.

En compañía de mis hermanos fuimos en busca de Hulk. Debíamos de convencerle para que se uniese a la causa. Quizás él estuviera en la misma circunstancia que nosotros. Durante el camino fuimos contándonos muchas cosas. Les pregunté por Hulk y su compañera. Me dijeron que estaban bien aunque a ella se la notaba más triste. Quizás la tristeza fuese por mi larga ausencia, pero también quizás esa noche se había abierto mi particular caja de Pandora porque todo había dado un giro vertiginoso, hasta Pepón me sorprendió acatando por primera vez una orden que le di. Pepón había dejado de existir como tal. Estaba completamente integrado en cuerpo y alma a mí.

Llegamos a los dominios de Hulk y salió a recibirnos entusiastamente. En concreto a mí porque mi colorcillo blanco lo había visto a la legua. La alegría que sintió al verme fue inmensa. Cada vez me ponía más difícil enfrentarme al momento en que tuviese que sincerarme con él respecto a su compañera. Era el hombre lobo más honesto con el que me había topado en mi ya longeva vida, y le consideraba el hermano no repelente que nunca tuve.

En su compañía fuimos en busca de los demás y allí estaba ella. Después de tanto tiempo sin verla me parecía aún más espectacular. Estaba preciosa lobeznamente hablando. Estaba convencido que de humana debía de ser todo un bombonazo de mujer. Las anhelantes miradas volvieron a hacer acto de aparición entre ambos. Estábamos completamente enamorados el uno de la otra, y de eso hasta el más tonto podía darse cuenta. Hulk de tonto no tenía ni un pelo. Nos reunimos con él donde siempre y le informamos de nuestras intenciones y de lo que pretendíamos hacer. Al principio fue reacio a la alianza. Todo lo que tenía de grande lo tenía de cauto. Le quise hacer entender que era por el bien de todos. Nuestros más acérrimos rivales no eran otros que los humanos pudientes que sentían total desprecio por cualquier vida que no fuese la de ellos. Les daba igual qué dignidad y honor tuviesen que pisotear para seguir vanagloriándose orgullosamente de tanto poder que tenían. Le dije a Hulk que ya era hora de plantar cara y no siempre estar temerosos de ellos y de sus plateadas balitas de los huevos.

Mi euforia y decisión le contagió, y tras consultar al resto de la plebe se decidió que se unirían a nosotros en las noches de luna llena. Nada les dije de que sí que podíamos conocernos en nuestra etapa humana, prueba de ello eran mis dos nuevos hermanos, pero callé y no sé por qué. Tras una larga noche de charlas decidimos que la estrategia a seguir iba a ser agotar la vía diplomática, para ello me erigí en interlocutor tanto de menospreciados humanos como de perseguidos licántropos. Pediría audiencia a la máxima autoridad que gobernaba con tiranía nuestra tierra.

A la mañana siguiente reuní a los “labriegos de la mesa ovalada ” para ultimar detalles. ¡No podía creerlo! No recordaban nada sobre Wolfillo. De los humanos llamémosles normales no me extrañó mucho, posiblemente su mente impactada por el hecho había preferido borrar ese recuerdo para no irse derechita al psiquiátrico más próximo, pero lo de mis dos hermanos no lo entendía, ellos no me recordaban ni recordaban nada de lo hablado con Hulk, por el contrario, aunque yo desde siempre lo recordé todo, y tenía perfectamente asumida mis diferentes dos vidas, no anulando la una a la otra, también sabía que ellos eran hombres lobo. ¡Ahora lo comprendía todo!, los hombres y mujeres lobos no recordaban ni quiénes eran de día cuando eran lobos, ni tampoco recordaban quiénes eran en las noches de luna llena. Pero entonces por qué yo sí. Qué tenía yo de especial aparte de mi colorcillo blanco. Quizás el destino me había regalado ese don, consciente de que yo iba a ser la justiciera piedra angular de aquella época. Estaba claro. En mí había confluido todo, para a través mío unir ambas especies en pos de una vida mejor para todos. Demasiada responsabilidad había caído sobre mis espaldas y no sabía si iba a poder sobrellevarla. Unir dos mundos tan dispares y a la vez teniéndoles que dejar separados manteniendo el secreto de cada uno de ellos.

No hizo falta que el poderoso gobernante me concediese audiencia pues fui detenido sin presunción de inocencia al mes siguiente por negarme a pagar más impuestos. Debía de predicar con el ejemplo. Me ataron y me subieron a un carro tirado por dos bueyes comenzando una visita turística y guiada por el pueblo para que todo el mundo viese qué era lo que pasaba cuando alguien se negaba a pagar. Durante el trayecto escuché de todo y para todos los gustos, desde palabras de aliento diciéndome que nunca se olvidarían de mí por el acto heroico que acababa de realizar, hasta improperios ofensivos de toda índole. Huelga decir que los labriegos de la mesa ovalada acompañaron al séquito tirado por bueyes camuflándose entre la ingente multitud hasta que la comitiva de la cual era yo parte activa dejó el pueblo atrás.

Llegamos al castillo que estaba rodeado de un abismal foso plagado de feroces y hambrientas pirañas. Su alimento principalmente consistía en impagados seres humanos que eran lanzados sin compasión desde lo alto de la torre norte vista desde el sur. Al llegar la comitiva a ese preciso lugar, una enorme pasarela bajó dándonos acceso al castillo. Las pirañas comenzaron a dar grandes saltos felicitándose por la próxima consumición de Wolfillo al fresco baño María.

El primer lugar que visité después de que me desatasen de mis ligaduras fue una de las mazmorras más chic de las que conformaban los bajos fondos de aquel castillo. De un empujón me tiraron adentro comunicándome la trágica noticia de que como primer castigo esa noche me quedaría sin cenar. Al día siguiente el poderoso gobernante oiría mis alegatos y seguramente sería lanzado en hipérbole equilátera al piscícola foso. Esto me lo dijeron los guardianes al marcharse. Antes ya me habían comunicado que jamás el gobernador había indultado a nadie.

Fue una noche durísima de pasar. Dormir en el suelo no entraba dentro de mis preferencias somníferas, eso sí, la espalda cuando me levanté a la llamada de los guardianes la tenía la mar de rectita y sin un atisbo de escoliosis. El momento enjuiciador estaba a punto de llegar. Me llevaron a la presencia del gobernador. El salón enjuiciador era enorme, casi no se veía el final, era de lo más lujoso que había visto en la vida. ¡Cuántos labriegos riñones destrozados para que aquel hombre tuviese tanta riqueza!. Llegué a su presencia y por fin pude conocerle. Era un orondo ser barbudo ataviado con fastuosas prendas y carísimas joyas, que hacía ostentación de una prepotencia que abrumaba. Para él, yo era un gusano que se había convertido en libre mariposa sin su consentimiento, y era cuestión de espachurrarme de un ejemplarizante pisotón, más cuando ya le habían llegado traidoras noticias sobre la creación de los labriegos de la mesa ovalada. Aunque muchos impagados habían pasado por su “magnánimo” interrogatorio, ninguno como yo, y no porque no pudiese pagar, sino porque no quería hacerlo, y eso era alta traición y estaba castigado con la pena de muerte, que por cierto sí que era una pena sobre todo para el ejecutado.

El ostentoso gobernante no oyó para nada atentamente mis estudiadas explicaciones. Estaba comiéndose un pedazo de fruta, y bastante trabajo tenía ya con pelarla. Le dije todo lo que tenía que decirle, que había preferido agotar la vía diplomática, pero que si no atendía a razones iba a tener que enfrentarse a una sublevación generalizada, y a la furia de los labriegos de la mesa ovalada.

Tras el último bocado y un maleducado eructo con dirección hacia mí, hizo un autoritario gesto con la mano a los guardias y simplemente dijo: Dentro de cuatro días al anochecer, al foso con él. Aseguraros bien que las pirañas sacian el hambre a sus expensas. Pagaréis con vuestra vida cualquier error.

Podía haber dicho que fuese lanzado al foso, en uno, dos, o tres días, pero dijo cuatro, y ese fue su gran error porque cuatro días eran precisamente los que quedaban para que fuese noche de luna llena.

De inmediato fui conducido nuevamente a mi mazmorra de soltero de aquel corredor pedregoso de la muerte. La única grata noticia era que esa noche sí iba a poder cenar. Engordar para morir, pero bueno, yo estaba muy esperanzado en el carácter aguerrido de Wolfillo. Él me sacaría de allí fuese como fuese porque a él también la vida le iba en ello.

Aquella mazmorra era de lo más desconsolada que uno podía encontrarse. Estaba casi completamente a oscuras, y una manita de pintura con perfilado de tabiques no le hubiese venido nada mal. El estucado verde que había nacido entre las aberturas de las piedras, aunque muy verdoso y con mucha vida, daba quizás un toque pelín amazónico, y eso podía entrañar serios peligros a modo de bichejos de toda índole de los cuales yo no era un fans acérrimo, sobre todo de un ciempiés del numero cuarenta y seis, que emergió de la nada para darme la bienvenida. No quisiera exagerar y a lo mejor la casi total oscuridad en la que me hallaba me hiciese errar en el cálculo de su tamaño, pero estaría por asegurar que metro y medio de cien pies sí que andaba pululando por el suelo de aquella mazmorra, es más, es que hasta se oían sus pisadas, con eso lo digo todo.

Acurrucado en un rincón por miedo a que aquel ciempiés me mandase a Cuenca de un punta pie con alguno de sus cien, oí cómo se abría la compuerta superior de la puerta. Una voz rocosa ordenaba a alguien que entrase la comida bajo su supervisión previa visualización a través de la compuerta de que todo estaba correcto. Viendo el ambientazo subterráneo en el que me encontraba, imaginé que el encargado de rendirme culinarios honores sería el jorobado (que no jodido) de NotreDame. Al principio no vi bien quién entró. Tenía la visión extraviada y sobre todo muy oscura. Cuando fijé objetivo, o mucho habían cambiado las cosas y el jorobado para sentirse bien consigo mismo se había puesto una peluca para ocultar calvas, o era una mujer la que había accedido. Efectivamente, era una mujer que a juzgar por sus harapientas ropas, por su descuidado aspecto, y por su sometimiento, estaba seguro que las cosas no le habían ido nada bien allí. Debía de ser como una especie de esclava, sirvienta, o algo parecido. Apenas alzaba la cabeza para verme por temor a la reprimenda del de la voz rocosa. Dejó el "manjar" al lado de la puerta y una furtiva y rápida mirada antes de salir hizo que me convulsionase sin ningún tipo de rubor o temor al qué dirán. ¡Esos ojos! ¡Esa mirada!, era la misma que había grabado en mi mente cuando nos despedimos, y con la que tantas veces soñé. De no ser yo, seguro que nadie hubiese sido capaz de darse cuenta y haberla podido reconocer. Esa mujer de descuidado aspecto era mi lobezna preferida, ¡Por fin la había encontrado!. El azar había dictado ley. Quizás por eso mis años de búsqueda habían resultado infructuosos, y quizás también, la fuerza de la costumbre inconscientemente la hacía sumisa a mi hermano Hulk. Ella vivía en aquel castillo aislada del mundo. Uno de los pocos sitios en los que por obvios motivos no había buscado.

No puedo expresar con palabras lo que sentí. De haber un universo de distancia entre nosotros, ahora estaba en el mismo lugar que yo, a escasos metros. Debía de estar muy cerca, y lo más importante es que estábamos casi juntos, ella como mujer y yo como hombre.

Las pocas ganas que tenía de cenar se me quitaron. ¡Menos mal! porque hay que joderse con los manjares que me habían preparado, aparte de asco, penita daba ver aquel plato de latón porque aquellos ingredientes vivos que recorrían la superficie, desconocían qué eran, y cuál era su misión en el resultado final de aquel “suculento” ágape. A lo mejor es que eran unos pillines y se las habían ingeniado para librarse de la cocción. No quise darle más vueltas. Sólo hubiese faltado que vomitase lo poquito que quedaba en mis adentros. Esas reservas proteínicas que tenía, debía de dosificarlas para aguantar los días que me quedaban allí porque fijo que con los desayunos y las comidas tampoco es que me iban a sorprender. Mi acompañante de mazmorra, el ciempiés agradeció mi ayuno espiritual y se empleó en el festín, sobre todo lo que parece ser que más le gustaban eran los ingredientes vivos.

Aunque reacio a dormirme por si el ciempiés me utilizaba de colchoneta viva, no pude evitar que el sueño me venciese a traición. Llevaba ya muchos días sin dormir, y caí rendido y desamparado a la buena de Dios. Desperté no sé cuándo porque ni puñetera idea de si era día, noche, o tarde, pero sí por qué lo hice, los ronquidos del ciempiés que se había acurrucado a mi costado derecho eran dignos de en situación normal haberle pegado un tiro con plateada bala de por medio para asegurarse de su pronta defunción. Después de desperezarnos ambos, que él tardó muchísimo más que yo hasta que desentumeció tantos pies, cada uno siguió su camino. Él se fue por el mismo lugar por donde había entrado aunque le costase algo más debido al engorde de la cena, y yo me quedé donde estaba a la espera de acontecimientos, ¿Había soñado con haber conocido a mi lobezna preferida o era cierto que la había encontrado?. Pronto salí de la duda cuando la compuerta se abrió, y ella volvió a entrar siguiendo el mismo ritual, actitud sumisa y mirada al marcharse. Lo que si tenía claro es que ella desconocía quién era yo, y nada noté en su mirada que me indujese a pensar lo contrario. Yo era de la convicción de que el amor rompe todas las barreras, y que quizás algún atisbo de ese lobezno amor que nos profesábamos pudiese hacerla recordar algo por muy diminuto que fuese. Pero no, su mirada perdida me decía que nada sabía de mí a excepción de que iba a ser pasto de las voraces dentelladas de las pirañas.



VIII. La condena.



Los dos días que me quedaban de existencia en este mundo pasaron sin más pena ni gloria. Las visitas de la lobezna de mis amores se repitieron todos los días. El corazón me daba un vuelco cada vez que la veía. Ella por el contrario seguía tan indiferente.

El día designado para mi defunción a piscícolas bocas de las pirañas llegó. El carcelero abrió la puerta en la sobremesa de ese día, y me dijo que el gobernador en un acto supino de condescendencia y considerándome un reo VIP me había otorgado la gracia de que pidiese un último deseo que no fuese el de dejarme libre, claro. Eso ya lo suponía y no hacía falta que nadie me lo dijese. Le pregunté al carcelero que si a parte de éste, podía pedir realmente el deseo que quisiera. Algo se supuso el carcelero sobre mis pretensiones cuando me contestó que suponía que sí, pero tenía que consultarlo como en otras tantas veces. ¿Otras tantas veces?. No sabía por qué había dicho eso pero tampoco le di mayor importancia.

Mi deseo no podía ser otro que el de ver de cerca y a solas a la lobezna preferida por mi corazón. El carcelero hizo un gesto picarón de aceptación como diciendo ¡Ya lo sabía! y tras irse a consultar al gobernador, volvió y me dijo que adelante con mi petición, y que pasase un buen rato a solas con mi último deseo.

Al poco tiempo la trajo a mi mazmorra de última generación, y se marchó dejándonos solos. Me dio la impresión que ella no era la primera vez que había pasado por esa circunstancia pues su mansedumbre me impactó sobremanera. Parecía esperarse lo peor, y lo aceptaba con total resignación. De hecho, su indumentaria era más bien escasa, y asustada se cobijó en el rincón más próximo a la puerta. ¿Cuántos últimos deseos de reos VIP habría tenido que soportar?. Me acerqué a ella con toda la delicadeza y dulzura que pude. Ella temblando me miraba con temor. ¡Ahora entendí las palabras dichas por el guardia!. Acerqué mi mano y le aparté todo el selvático y descuidado cabello que ocultaba su bello aunque algo descuidado rostro. ¡Era muchísimo más hermosa de lo que yo había supuesto!. No podría describir su cara, pero lo que sí puedo decir es que nunca vi una que se pudiese asemejar a tanta belleza ni en aquellos años ni ahora en la actualidad. Su desnudez se clareaba a través de esas escuetas y desaliñas ropas, y tengo que decir que esa desnudez no era la del bombonazo que yo esperaba. No estaba mal, pero no me pareció ninguna cosa del otro jueves. No era nada exuberante al contrario de lo que pensaba cuando me encontré con ella por primera vez al lado de Hulk, pero eso me importaba muy poco porque si me enamoré de ella habiéndola conocido como mujer loba y con tanto pelo, pues fíjense ustedes lo que me podía importar que su cuerpo fuese más o menos explosivo.

>>Está claro que a nadie le amarga un dulce, eso dicen, pero permítanme que yo no esté muy de acuerdo con esto, porque creo que los dulces más sabrosos no están siempre dentro del envoltorio más vistoso o atrayente. Ya de aquellos que ni tienen envoltorio a veces es casi mejor no hablar. Los ves expuestos tras un vitrina, y parece que te llamen diciéndote cómeme. Piensas que lo tienes a huevo pues ni tan siquiera tienes que emplear ningún tiempo en quitarles la envoltura. Desafortunadamente ignoras que seguramente antes de que los probases tú, ya lo hicieron otros, y los escupieron porque al final y cuando pegaron ese deseado mordisco, dentro de ellos escondían un licor muy amargo con el que no esperaban encontrarse. No era el sabor que esperaban. Ese amargor final camuflado de dulzura no era lo que les había atraído, y se dieron cuenta en carne propia de que sí que a veces puede amargar un dulce.

Como siempre digo, generalizar siempre puede acarrear alguna injusticia y, excepciones siempre habrá que la regla confirmen, pero yo lo tenía muy claro, mi bombón era ella, y estaba dentro de aquel envoltorio tan de andar por casa.

Mi sueño de tantos y tantos años se había hecho realidad, allí estaba enfrente de mí. Tenía unas ganas inmensas de estrecharla contra mí pecho y quedarme así por toda una eternidad, pero no podía hacerlo. Tampoco podía decirle todo lo que sabía sobre ella porque aparte de que me tomaría por un loco a punto de perecer, el impacto que le causaría podía ser brutal, o bien se podía morir de la risa (aunque no estuviese para muchas). Me limité durante toda la tarde a mirarla en las distancias cortas sin tan siquiera pestañear. Ella tampoco dijo nada. Seguía temblando aun cuando en ningún momento debió sentirse violentada ante mi cariñosa actitud. Quizás pensase que era un lobo camuflado debajo de una piel de cordero, y que el momento llegaría, que por cierto, lo del lobo no habría estado nada mal que lo hubiese pensado.

Me daba mucha pena verla así. Sabía que por su mente estaban pasando trágicos recuerdos de pasados abusos sufridos quizás por gentes como yo, y en mazmorras igual a la que nos encontrábamos. Hubiese querido que me acompañase hasta el último momento, pero llamé al carcelero para que abriese la puerta. Cuando se levantó puso cara de sorpresa. Quizás no entendiese por qué no había intentado y consumado saciar mis ansías con ella. Nuestras miradas se clavaron la una en la otra y lo que sí que no pude reprimir fue sujetar suavemente su cara entre mis manos y acercar mis labios a su frente ofrendándole un cariñosísimo beso en el cual le ofrecí todo lo que yo era aunque aún ella no lo supiera

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