Mensaje en una botella de calimocho - Parte 1ª

 

Supongo que casi todos habréis escuchado, e incluso oído alguna vez, la canción esa de Mecano titulada “Cruz de Navajas”. Hay una estrofa en la cual me detendré, decía algo así:

Pero hoy como ha habido redada en el treinta y tres, Mario sale a las cinco menos diez. Por la calle vacía a lo lejos sólo se ven a unos novios comiéndose a besos. El pobre Mario se quiere morir cuando se acerca para descubrir, que es María con compañía.

Creo que algunos, o algunos más de nosotros, nos hemos sentido identificados alguna vez en la vida con esa estrofilla de nada. Yo soy uno de esos identificados, y no porque me llame Mario y ella se llamase María, no, no es por eso; en concreto es por lo de la compañía, aunque lo mío si cabe es más grave aún. Si ya es casualidad que el tal Mario se encontrara a esas horas en una solitaria calle a María pegándose el lote con algún amigo común, también es cierto que el tal Mario se lo buscó por salir del trabajo a traición y antes de su hora. Pero aun así lo mío fue peor. Yo no salí del trabajo ni antes de hora, ni a traición, y el lugar donde se me cornamentó oficialmente no fue en otro lugar que en mi cama de matrimonio, por cierto, con colchón de látex recién estrenadito.

Tras escucharles en repetidas ocasiones eso de "no hagas conjeturas que esto no es lo que parece", y de lanzarme democráticamente sobre la yugular de ambos hasta casi perder el norte, los puse democráticamente a ambos de patitas y en bolas en la calle. De nada le sirvieron los lamentos y sollozos a la buena de mi mujer.

Después de esto, la infiel de mi compañera estuvo mucho tiempo detrás de mí intentando por todos los medios que la perdonara. Borrón y cuenta nueva me decía. ¡Qué fácil!. Como es normal ni la perdoné, ni la perdono, ni la perdonaré. El peso de más que hasta que la olvidé llevé sobre mi cabeza, me recordaba minuto a minuto aquel doloroso y democrático incidente.

Al poco tiempo vendí aquel piso. No podía seguir viviendo allí. Imposible me estaba siendo olvidar el verlos retozar en mi habitación, así que pensé que lo mejor sería comprarme un pisito de divorciado en algún lugar costero. Quizás las visiones periféricas de la flora y fauna del lugar me harían con más rapidez olvidarlo todo. Como tenía algunos ahorrillos, sólo tuve que pedir un préstamo de treinta millones de las antiguas pesetas a pagar en cómodos plazos mensuales de veinte mil de los antiguos duros, vamos, que encontré un auténtico chollo.

Tras esta impetuosa e inteligente compra, me había quedado sin un duro y no me podía permitir ni el lujo de salir a tomarme una cerveza, y lo peor, que así tendría que estar treinta y cinco años seis meses y un día.

Dada ésta pequeña premisa, no me quedó más remedio, si quería salir a la calle a hacer algo más que el tonto paseando sin rumbo fijo. Me aficioné a fuerza de mucha mentalización a eso del ejercicio físico. Tuve que acostumbrarme a izar mi cuerpo de la cama muy temprano. Aprovechaba para ir a ver el amanecer a la orilla del mar. Después de que el amanecer regalara a mis ojos su maravilloso despertar, es cuando comenzaba a realizar mis ejercicios físicos matutinos. Jamás dejé de realizarlos ni un sólo día. Siempre seguía una rutina metódica y preestablecida. Rutina por otra parte muy sacrificada.

Lo primero que hacía era tomarme el cafelito de rigor, y tras el cigarrito, volvía a la orilla del mar y comenzaba a relajar mis músculos uno por uno. En esta relajación muscular siempre excluí a uno en concreto de todos ellos porque ese a raíz de mi dolorosa experiencia, siempre estaba de lo más relajado. Quizás algún día pudiese salir de ese estado tan letárgico en algún recóndito y húmedo lugar. La esperanza era lo que no pensaba perder porque aún era muy joven, y muy mal tenían que darse la cosa para que no se topase en mi camino algún lugar idóneo para buscarle cobijo a esa parte de mi ser para mí tan querida.

Cuando el resto de mis músculos se encontraban en el estado adecuado,  comenzaba mi maratoniana y dura sesión de entrenamiento. Corría metros y más metros. La distancia no me importaba. Llevaba incorporado a mi pantalón un dispositivo de nueva generación que servía para comprobar la distancia que recorría. En una jerga así de andar por casa le podríamos llamar  “medidor de distancias playeras unido a un pantalón de deporte”.

El medidor tuve que configurarlo para que una alarma sonase y me indicase cuando ya llevaba cien vertiginosos metros, que ya estaba bien, y que era hora de detener mi frenético maratón para que no me diese un síncope.

Cinco o seis años estuve manteniendo este ritmo tan hiperactivo. La progresión que había experimentado mi cuerpo era excepcional. De hecho, llegué a tener el record de esa playa en lo tocante a distancia recorrida reptando para atrás. Mi marca personal estaba en quinientos dos metros. Podía haber sido bastante más, pero justamente a esos metros fue cuando fui rescatado por los guardiamarinas que acudieron al aviso que les fue comunicado sobre un ser humano al cual una enorme ola había arrastrado mar adentro mientras soñaba con que estaba haciendo footing. Parece ser, según luego me dijeron, que me había quedado dormido justo antes de empezar a realizar algunos estiramientos, supongo que debido al madrugón.

A día de hoy, creo que ese record aún no ha sido superado, o por los menos no ha sido superado en estado de dormido en fase REM.

Debido a todo este esfuerzo y sacrificio que acabo de comentar, estoy en condiciones de decir sin ningún temor al qué dirán, que puedo alardear de tener un fibroso a la vez que esplendoroso físico. Y ya, como culmen a tanta bonanza, los astros se alinearon para beneficiarme, y mi situación económica también mejoró aunque aún no sepa cómo pudo ocurrir eso. Pero sea por lo que sea, la cuestión es que la vida la llevaba de lo más encarrilada.

Un día de tantos, y cuando me encontraba sentado a la orilla del mar tomándome un respiro por el intenso esfuerzo que había realizado, un fulgurante destello cegó mi visión. Al principio no supe qué era ni de dónde procedía. Dado mi innato carácter curioso, que no cotilla, no podía quedarme con esa duda para el resto de mis días. Haciendo caso sumiso a mi carácter, me levanté despacito para no herniarme, y cuando comprobé que todos mis huesos estaban en su sitio y mi cuerpo funcionaba con coherencia, me dispuse a desentrañar el misterio de ese destello marino.

Desde mis casi uno setenta y tres de altura, ya me resultó bastante más fácil observar más extensión de mar. Puse la palma de mi mano en plan visera por encima de los ojos para protegerlos de los rayos del sol, y poder ver algo sin dañar mis córneas. De sur a norte no vi nada. De norte a sur sí, vi los dedos de mis pies, pero esto aparte de no servir para nada, lo que dejaba claro es que de ellos no podía proceder aquel destello. Sólo me quedaba mirar de este a oeste, y eso hice. Cuando ya estaba llegando casi al oeste del todo y no tenía esperanzas de encontrarlo, el destello volvió a invadir la intimidad de mis ojos. Parecía provenir de algo que flotaba sobre la superficie del mar aproximadamente a treinta cinco metros de donde yo me encontraba. ¡Ya lo tenía localizado!. El problema era que no podía ir nadando hacía allí. En el periódico local del día anterior avisaban que al día siguiente y para que nadie se bañase, iba a ondear la bandera pirata en señal de peligro. Los guardacostas de esa costa precisamente habían avistado un banco de voraces y cabreadas anchoas mordedoras. Por lo visto, la característica principal de esta rara y cabreada especie de anchoa, es que les da por morder indiscriminadamente. Parece ser que confunden a los dedos de los pies de los confiados bañistas con pescaditos, y como estos son su fuente de alimento primordial pues los atacan sin ningún miramiento.

¿Qué podía hacer? ¿Arriesgarme a ser mordisqueado por esas depredadoras marinas?. Mis grandes conocimientos adquiridos durante años al respecto de la ingesta indiscriminada de bocadillos de congéneres de éstas con tomate, me aconsejaron que mejor no, esperaría a que la marea acercarse a la playa a aquel destellante objeto.

Esperé y esperé pacientemente. Ese día la marea estaba un poco perezosa y no se quería marear mucho que digamos, tanto es así, que para no perderla de vista no aparté los ojos de ella, y esto ocasionó que ya viera destellos por todas partes. Por fin, y cuando la noche cayó, súbitamente el objeto vino a mí quizás preso de mi mismo aburrimiento.

Para mi sorpresa comprobé que era una botella de cristal de bohemia, y que en su interior había unas hojas de papel que parecían estar bastante deterioradas. La botella estaba taponada con un corcho. Cuando terminé el laborioso destape de la botella, el olor añejo que emanó del interior de ella me tiró para atrás. Ese aroma (por decir algo) me era muy conocido aunque el que yo conocía, y que tan buenos y beodos recuerdos me traía, era bastante menos añejo y más actualizado que éste. ¡No había duda! ¡Era calimocho!. Este era un dato muy importante para conocer la procedencia de la botella.

¿Cuál sería la cuna del calimocho?, ni idea, nunca me había preocupado. ¿Para qué me iba a preocupar por eso?. Había cosas más preocupantes en mi vida. Imaginé que posiblemente entre esas deterioradas hojas de papel estaría ese dato.

Con mi botella de bohemia totalmente documentada me dirigí a casa. Me esperaba una larga e intensa noche de lectura. Cuando llegué, y como si de un idolatrado icono religioso se tratara, la puse en el lugar más venerado y visitado por mí, justamente en el mueble bar al lado de la botella de whisky “Chinovás Regal 12 years old”. Seguidamente me puse cómodo. Cené más ligeramente que otras veces. Me aseé debidamente, y  me dispuse con pausa pero sin prisa a dedicar todo el tiempo que fuera preciso a la lectura de las deterioradas hojas de la bohemia botella de calimocho.

El lugar elegido para este quehacer, y que invitaba a la meditación, fue la terraza. La brisa que desprendía el mar lo hacía el lugar idóneo. Extraje meticulosamente las deterioradas hojas y comencé a leer. Curiosamente daba la casualidad que estaba escrito en español castizo, y comenzaba de la siguiente manera:
                    
¡Hola! (como inicial presentación salí gratamente sorprendido). Desconozco si alguien leerá esto algún día, o si por el contrario el mensaje de esta botella se hundirá irremisiblemente en el fondo del mar. He visto que tenía una fractura intercostal y posiblemente por ahí se quiebre. Pero no tengo otra, y no nado precisamente en la abundancia, de hecho, es que ni nado, que bastante lo he hecho ya.

Me presentaré. Mi nombre es “Robinsón Cruasan”, viudo de Paqui. Digo viudo porque viajaba con mi esposa Paqui, y a no ser que fuera una sirena y tuviese poderes, me parece que se ahogó. Creo que estamos entre los años mil ochocientos noventa, y mil ochocientos noventa y pico A. D. D. C. (algo después de Cristo). Del día que es, y del mes, no tengo ni la más remota idea porque vivo al día, no tengo otro remedio.

Para finalizar esta presentación sólo me queda por decir que creo estar en condiciones después de tanto tiempo de asegurar que soy un poco náufrago.

Jamás pensé que esto podría pasarme a mí. Yo era un acaudalado conde, para más señas, era el Conde de Puros de Montecristo. Tenía todos los lujos y comodidades que cualquiera podría desear. Nunca le pegué un palo al agua. Tanto mi título nobiliario como mi fortuna me vinieron de herencia por parte paterna, y tuve la gran fortuna de encontrar a Paqui, la mujer de mi vida Dios la tenga en su gloria. Por casualidad se cruzó en mi camino un día que por entretenerme buscaba espárragos silvestres en un campo de mi propiedad, porque para qué iba a ir otro que no fuera mío. Allí estaba. Ella también estaba buscando espárragos silvestres pero al contrario que yo, ella era por necesidad.

Mi futura esposa Paqui, como única propiedad sólo tenía su nombre. Dios con la inestimable ayuda de los espárragos trigueros la puso en mi camino con tanta vehemencia que tropecé con ella mientras estaba agachada en la búsqueda de ese verde y rústico manjar de pobres.

Ese tropezón hizo que me cayese encima de ella y saliéramos ambos rodando ladera abajo. No recuerdo cuánto tiempo estaríamos rodando mientras la agarraba fuertemente contra mí, pero cuando me miró para decirme que ya habíamos parado de rodar y que la soltase, la miré a los ojos, y me di perfecta cuenta que estaba encima de mi futura y conyugal esposa. Entre espárragos y más espárragos supe que había encontrado a mi otra mitad, que no es por nada, pero se estaba haciendo de rogar.

Paqui y yo unimos canónicamente nuestras vidas al poco tiempo y fuimos muy felices. A los cinco años de matrimonio pensamos que para celebrar nuestras futuras bodas de oro haríamos un maravilloso crucero en barco de madera, más que nada para que flotara pues a nado no era nuestra intención cruzar nada.

Comenzamos el viaje flotando como por otra parte era lo lógico. Al principio tuve la sensación que el barco flotaba más de un lado que de otro. Como no entendía nada sobre navegación, quedé medianamente satisfecho con la explicación que me dio el sobrecargo. Me dijo que era impresión mía de viajante novato. Estaban estrenando suspensiones made in Taiwán del norte, y que por ello el barco tenía la línea de flotación más baja para ser lo más aerodinámico posible. Por eso podía dar la sensación de que flotase más de popa que de proa. El sobrecargo concluyó diciéndome que no me preocupara, pero que de todas formas hasta que me acostumbrara podía sujetarme a la mesita de noche para no derrapar y así evitar estamparme la crisma contra el cabecero de la cama.

Los dos primeros días de travesía transcurrieron flotando poco, para qué vamos a engañarnos. Entre eso y que adelgacé dos kilos por día debido al continuo mareo y vomiteras que no dejaron de incordiarme, podríamos decir que todo iba bastante bien; por lo menos estábamos vivos que era lo más importante.

Cierta noche, concretamente la del tercer día, ocurrió algo que cambió drásticamente el rumbo de los acontecimientos y del barco. Mis recuerdos de ello son algo confusos. Creo recordar que el capitán del barco nos invitó a que compartiéramos mesa y mantel con él. Este capitán tenía la sana y educada costumbre de cada noche invitar a alguien del pasaje, y casi siempre era gente pudiente como nosotros. En el transcurso de la cena y entre comentarios, surgió el dato de que Paqui y yo éramos condes. El capitán llamó inmediatamente al cheff y le dijo que trajera a nuestra mesa un par de botellas de una nueva bebida que estaba haciendo furor y las delicias de todos aquellos que la probaban. Cuando el chef la trajo fue presentada como “Calimocho”

Yo nunca había oído esa tipificación de origen y menos aún bebido. La cuestión es que a las dos o tres copas comencé a notar síntomas inequívocos de que irremisiblemente me iba a ver abocado a dosificarme otras tres o cuatro copas más. Aquello estaba buenísimo, y sobre todo fresquito, que era lo más importante pues hacía esa noche allí dentro un calor de mil demonios.

A las ocho copas más o menos de consumo incontrolado ya tenía un colocón de calimocho digno del mismísimo Dios Baco. Tuve que pedir excusas y salir de allí para que el aire fresco de aquella poco apacible noche me despejara. Paqui me acompañó. Como nunca me había visto beodo, le dije que me había sentado mal la cena, que no se preocupara y se fuese a dormir, cuando se me pasaran los ardores estomacales volvería con ella.

Supongo que me quedaría dormido. No lo recuerdo. Sólo sé que cuando desperté me estaba casi engullendo una enorme ola. Aunque me estaba casi ahogando, un heroico valor que no sabía que yo tuviera emergió de mi mojado interior. Peleándome a brazo partido con aquel furibundo oleaje, pude sujetarme (casualidades de las vida) a un barril de licor de anís del mono que deambulaba como yo por allí. Poco a poco fui reaccionando y recordando al mismo tiempo. Sentí un tremendo dolor de cabeza. Noté que tenía un fuerte golpe en mi parietal derecho. Posiblemente algo me había golpeado. ¿Dónde estaba Paqui? ¿Dónde estaba el barco que no flotaba? ¿Dónde estaban todos?. Allí no había nadie excepto una profunda oscuridad, el barril de anís del mono, y yo, o por lo menos eso creía, pero la realidad era muy diferente y  tenía que haberlo supuesto. Yo nunca he sido de creer bien, y siempre se me dio mejor suponer cosas. ¡No! ¡No estaba solo!.
 
Mientras intentaba parar de dar vueltas y más vueltas como una noria agarrado a aquel barril, una aleta dorsal pasó por mi entrepierna golpeándome levemente en mis queridos pelendengues. Pensé en lo peor. Pensé en la nada desdeñable posibilidad que debajo de aquella aleta hubiera un tiburón blanco deseoso de degustar criadillas humanas, aunque a mí lo mismo me daba que fuese blanco, negro, o amarillo, porque el acuático concepto de tiburón, para mí ya era sinónimo de "descanse en paz".

Lo que no sabía y hasta incluso ignoraba, era por qué estaba tardando tanto en darme el primer mordisco sin amor, y dejarme eunuco para lo poco que me quedaba ya de húmeda vida. La intranquilidad me estaba volviendo loco mientras esperaba a ver cuándo sentiría aquellas fauces sobre mí. No intenté escapar, ¿A dónde iba a ir?. Escapatoria no tenía ninguna. Seguramente el escualo no tenía prisa y se estaba relamiendo al verme medio inválido por encima de él. El tiburón lo tenía todo para darse el gran festín humano de su vida. Contaba con el aliñado añadido de que mis criadillas ya estaban sazonadas y en su punto.

Aquella aleta con lo que llevara debajo, nadaba en círculos sobre un eje preestablecido. El eje éste era yo. Pensé, llevado por una más que probable confusión emocional pre descanse en paz, que a lo mejor no me atacaba porque quizás fuese un tiburón hipertenso y como la concentración de sal en mi interior estaba por las nubes...Para mi gran dicha, resultó ser un delfín de lo más simpático y juguetón que me estaba usando de divertimento nocturno. Siempre se ha dicho que estos mamíferos se han llevado muy bien con la raza humana. Yo puedo dar fe de ello y asegurar que esto es completamente cierto, incluso es más, a “Flipper” no le importó mi privilegiado estatus social y que yo fuera conde o no, le dio igual. Ayudado por él pude llegar a tierra firme donde caí extenuado y sin fuerzas. No pude ni siquiera agradecerle su inestimable ayuda.

Ignoro cuánto tiempo permanecí inconsciente. De ese estado me sacó una pelicana primeriza que estaba haciendo un meticuloso estudio sobre mí. Creyó por inexperiencia que mi cabeza era el sitio idóneo donde hacer su nido e incubar sus huevos para procrear. Se ahorraría trabajo en ir por ahí buscando plumas y ramas. Mi pelo estaba más a mano. El primer huevo que cayó sobre mi cabeza hizo que me despertara y que asustase a la pelícano, que muy decepcionada con mi comportamiento, arremetió contra mí para llevarse su huevo a otro lugar que no se moviese tanto.

Miré a mi alrededor y nada del lugar en el que me encontraba me resultaba familiar. Era una playa inmensa. Una espesa vegetación formada por cientos y cientos de palmeras y un cocotero, no me dejaba ver más allá, pero tenía que encontrar a la civilización y sobre todo y más importante, tenía que saber qué había pasado con mi esposa Paqui y con el barco que no flotaba adecuadamente.

Aunque el senderismo nunca había sido santo de mi peregrina devoción, anduve kilómetros y kilómetros recorriendo montañas y valles hasta lograr alcanzar lo que resultó ser la cima más elevada de aquel lugar. La visión fue desoladora. No había rastro de esa civilización que tanto anhelaba encontrar. Era una isla desierta y yo me había convertido por esos caprichos del destino en un náufrago en tierra extraña.

Cuando conseguí llegar al lugar del cual había salido, vi como el mar había arrastrado hacia la orilla lo que por unos claros indicios no dudé en deducir que eran los restos del barco que no flotaba. Una de las botellas de calimocho de las que habíamos consumido en aquella cena lo dejó patente.

No pude por menos que romper a llorar. La imagen subliminal de mi esposa Paqui ahogándose me encogió el alma. Le pregunté a Dios por qué no me había ahogado yo en vez de a ella. Dios dio la callada por respuesta, y a partir de ese día me enfadé con él y no volví a rezar mis oraciones antes de irme a dormir. Dios y yo estábamos peleados y así seguiríamos durante muchísimo tiempo.

Tal melancolía y dolor sentía que pasé varios días sin comer ni beber. Esto me llevó a enfermar. Calenturientas fiebres me estaban consumiendo, pero era feliz, sabía que en una de esas fiebres me iría al otro barrio. Quería correr la misma suerte que ella. No tenía ganas de seguir viviendo porque qué sentido tenía vivir así, y además más solo que la una.

Esperé lo que no está en los escritos a que la negra presencia con su hoz en el mismo pack se percatara de una puñetera vez que la estaba esperando con los brazos abiertos, pero ésta digo que no se quiso molestar porque total quizás no mereciese demasiado la pena dar el viaje para llevarse a un ser tan solo e insignificante como yo.

Tantas fiebres sin ningún sentido para mi deseo de sucumbir a ellas, trajeron como consecuencia que mi estado físico y químico llegase casi a tocar fondo. Parecía un fósil con ganas de que lo volviesen a enterrar. No lo sé, pero puedo suponer que quizás el instinto de supervivencia que todo ser humano que se precie debe llevar en sus genes, me hiciese reaccionar aunque muy en los adentros de mi ser siguiese con la idea fija de irme de vacaciones a esa otra dimensión menos física. Pero llevaba mucho tiempo sin echarme nada a la boca, y pensé que tampoco pasaba nada porque le diera algo de faena a mi hambriento estómago. Uno va mejor de viaje con éste repletito de equis viandas. Una cosa era morirse al tun tun, y otra muy distinta era morirse de inanición. Yo había leído que esa era una muerte muy lenta y dolorosa, y ya estaba empezando a notar patentes síntomas de que eso era tan cierto y real como que no tenía ni la más remota idea de cómo solventar ese insignificante problema alimenticio.

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