El Ceniciento - Final

Cuando Ernestino salió del estupor que le produjo el golpazo, comenzó a levitar nuevamente dirigiéndose al encuentro de Ceniciento, pero eso sí, esta vez muy despacito y calculando a la perfección la distancia entre él y el resto del mundo. Ernestino era canijo pero tenía una personalidad arrolladora.

Ernestino - Vamos a ver si nos aclaramos Ceniciento!, mejor dicho, a ver si te aclaras tú que los hados siempre estamos aclarados. Ceniciento, protegido mío, ¿De verdad crees que el aspecto físico que ahora posees ha sido por una de esas raras casualidades de la vida? ¿Crees que los estirones llegaron a ti llevados por su solidaridad con la raza humana?. Mira Ceniciento, me costó Dios y ayuda convencerles para que asomasen por tu casa. Ellos estaban en el país de nunca jamás, y me dijeron eso precisamente, que nunca jamás irían en tu busca. No querían estirarse dentro de ti. Les dabas pánico y tuve que prometerles a todos los estirones que les dejaría ir a estirarse sobre la geométricamente hablando sin aristas princesita.

   >> Ceniciento creyó al Hado Ernestino pero le preguntó:

Ceniciento -  Si de verdad eras mi hado padrino,  por qué has dejado que sea un ser tan infeliz durante todo este tiempo.

Ernestino – Ceniciento, he estado contigo desde que a causa del penalti que metió tu padre con el consentimiento implícito de tu madre, tú naciste. Cierto es que pude haberte ayudado antes, pero quería saber si eras lo suficientemente fuerte y digno como para merecer mi ayuda. Ceniciento, yo soy un hado padrino de alto standing y no voy por ahí apadrinando a cualquiera.

Ceniciento – Jajaja.

Ernestino - ¡Vaya! te ha hecho gracia lo que te he dicho, me alegro Ceniciento, pero no era esa mi intención, y me hieres en lo más hondo de mi etéreo y nebuloso ser.

Ceniciento - ¡Que va!, perdona, es que se te ha caído el pantalón del pijama de cuello alto y estás en bolas jajajajaja. La verdad que sí debes ser un hado genial porque si encima de tener la pinta que tienes eres un Hado chabacano es para morirse, aunque con el cenizo que tengo tampoco me extrañaría nada. Hado Ernestino, por un momento has hecho que olvide, he reído, no recuerdo cuándo lo hice la última vez.

    >> El hado se sonrojó y se subió los pololos térmicos para a continuación decirle a Ceniciento:

Ernestino – Ceniciento, irás al baile. Tan sólo te pongo una condición que bajo ningún concepto debes incumplir. Antes de que el reloj de cuco del palacio cuqueé doce veces, deberás salir de allí y regresar.

    El Hado Ernestino chasqueó lo dedos, y Ceniciento por arte de magia (nunca mejor dicho) se transformó en un espectacular joven vestido con una indumentaria digna de reyes. Eso sí, Ceniciento no estaba acostumbrado a esos leotardos tan ceñidos, y sentía demasiado oprimidas a sus virginales (aún) partes demasiado nobles. De este hecho Ceniciento se quejó a Ernestino y le preguntó:

Ceniciento – Hado, ¿Sería posible que volvieses a chasquear otra vez los dedos y que aparecieran unos leotardos de una talla algo más holgada?

ErnestinoCeniciento, tampoco tientes a la suerte que esto no es ninguna boutique para poder elegir, que todo esto es gratis, así que o esos leotardos, o en bolas, tú mismo.

   >> Ceniciento no insistió, pero aún a costa de otra regañina por parte del Hado Ernestino, tuvo que preguntarle nuevamente:

CenicientoHado, no quiero pecar de resultar excesivamente pedigüeño, pero se puede saber en qué medio de locomoción tienes pensado que llegue al palacio real.

Ernestino No te preocupes, todo lo tengo controlado.

     Ernestino bajó levitando hacia donde estaba la despensa, y pepino en mano fue al encuentro de Ceniciento que se quedó estupefacto ante el enorme pepino que seguramente le iba a regalar su hado padrino. Ceniciento no sabía qué oscuro y misterioso significado iba a tener ese pepino en su vida a partir de ese momento, y le comenzaron a inquietar algunas dudas, ¿Por qué ese pepino precisamente y no otro? ¿Qué tenía ese pepino en particular para haber captado la atención de su Hado Padrino?.

    Cuando el Hado Ernestino acompañado del pepino llegó a la altura de Ceniciento, éste volvió a chasquear los dedos, y el pepino se convirtió en una carroza limousine con tracción a las cuatro ruedas por medio de ocho caballos alazanes.

    Ceniciento, majestuosamente subió a él esperando que aquello se pusiese en movimiento. Él miraba por la ventana esperando ver cómo quedaban atrás los árboles a su paso, pero el único árbol que había permanecía impertérrito ajeno a ese cambio de posición que Ernestino esperaba. Esto significaba que allí ni Dios se movía. El carruaje mágico por el momento era inamovible. Ceniciento llamó al Hado Ernestino para informarle de la nueva contrariedad:

Ceniciento - ¡Hadooo!, que son las nueve de la noche y a este paso, inexistente por cierto, me parece a mí que no va a hacer falta que vaya. Este carruaje muy de última generación, muy de última generación, pero no anda ¡Eh!.

    El hado volvió levitando nuevamente hacia la casa, y cogió del baúl de lo juguetes de Ceniciento un soldado de madera. Chasqueando otra vez los casi ya dislocados dedos, el soldado se convirtió en un elegante y experto conductor de carruajes.

    ¡Por fin aquello se ponía en movimiento!. Ahora sí que Ceniciento perdió de vista al arbolito de las narices. En una última mirada Ceniciento vio como el Hado Ernestino le decía adiós con la mano que aún no había utilizado para chasquear.

    La llegada del carruaje de Ceniciento fue majestuosa y causó gran admiración. Cuando Ceniciento entró a la sala de baile, todos los feligreses allí reunidos enmudecieron y pararon su rumbero bailar. Conforme Ceniciento se iba acercando por aquel interminable pasillo para presentar sus respetos al rey y a la geométrica princesa, sus ojos se empezaron a abrir más y más. Realmente la princesa era preciosa y su imaginación se desbordó. La princesa al igual que él se quedó deslumbrada ante aquel desconocido hombre que pronto estaría frente a ella.

    Cuando Ceniciento llegó a su altura ella le ofreció su mano para que fuese besada por él en señal de respeto. Cuando sus manos entraron en contacto, una descarga de pasión se adueñó de ambos. Mirándose intensamente de arriba abajo y sin pestañear se lo dijeron todo. Sentían que se conocían desde siempre pero que hasta ese momento el destino no había sabido o no había querido reunirlos.

    La familia Monster por otra parte, eran involuntarios espectadores de excepción de estos hechos. Los osobucos no reconocieron a Ceniciento. Un osobuco le dijo al otro osobuco que se veía que aquel caballero y la princesa hacían buena pareja, y que él quería pronto encontrar a su media naranja. La arpía de la madre le propinó un soberano pescozón sin miramientos a este primer osobuco por la poca lucidez de sus comentarios, y le dijo que de tanto esperar cuando se quisiera dar cuenta a su media naranja ya la habrían hecho zumo.

    Mientras tanto, la princesa y Ceniciento se buscaron incesantemente con la mirada entre aquella bailonga multitud, hasta que por fin y en un intercambio de parejas se encontraron. Aún Ceniciento no se explicaba cómo podía bailar tan asombrosamente bien. Él nunca había bailado. La única posibilidad era que el hado Ernestino también le estuviese echando una manecilla en esos momentos.

    Una vez que ya se encontraron, estuvieron bailando apasionadamente toda la noche sin separarse. La princesa tuvo que hacer uso de todo su principesco ingenio para negar las peticiones bailongas de tantos y tantos jóvenes moscones sin resultar irrespetuosa. No debía olvidar que eran también los invitados de su padre, ¡El rey!, y que no podía ofenderlos.

    Al principio, el baile fue un poco accidentado debido a las dimensiones de los píes de Ceniciento. La princesa diese los pasos para donde los diese siempre le pisaba. Debajo de ellos dos sólo había pies, y Ceniciento al poco tiempo ya era insensible al dolor por la cantidad de pisotones que la princesa le había propinado. Poco a poco fueron relajándose, y llegó un momento que ya les daba igual lo que interpretase la orquesta filarmónica. Ellos no oían porque como lapas sus cuerpos se negaban a separarse.

    De repente, la geométrica princesa posicionó su exuberante pierna derecha entre las ambas dos de Ceniciento produciéndose el milagro de los panes y los peces en forma de fortuita inflamación de las partes menos nobles ya de Ceniciento. Al principio del inflamado momento, le dio algo de corte oprimir a la princesa. Nuestro inocente querubín hizo ademanes de retirada por si la princesa había notado semejante contingencia. ¡Vaya que si lo había notado!. Otras cosas a lo mejor no, pero lo que sí saben reconocer sin ningún margen de error las féminas de todas las épocas con sólo sentir el contacto, es si un casto varón está inflamado o no. Por este motivo, la geométrica princesa se encargó de que la pretendida retirada de Ceniciento no se llevase a efecto. Para esta tarea usó magistralmente su exuberante pierna derecha, la enrolló por detrás de las de él tirando de éstas hacia ella. Como consecuencia de este bloqueo totalmente voluntario, Ceniciento comprendió que sus inflamaciones, aparte de no pasar desapercibidas, eran aceptadas e incluso aplaudidas por parte de la princesa. Era la primera inflamación fortuita con alguien de carne y hueso que tenía, y atrás quedaban esas imágenes en bolas de subliminales señoritas, y por supuesto, ya no estaba dispuesto a que se le desinflamara nada y precisamente todo esto había ocurrido con quien él sabía que era el amor de su vida.

    Lo pasaron genial mientras duró. No paraban de reír y reír. A comentarios elocuentes de él, mayor elocuencia en ella. Hacía tiempo que la princesa no reía tanto. ¡Por fin había encontrado a alguien diferente a los momios con los que estaba acostumbrada a tratar!.

   Cuando el intenso estudio de todos estos datos hacía indicar que irremediablemente estaban avocados a hacer frenéticamente el amor esa misma noche si podían escaparse de la estrecha vigilancia del rey, ceniciento oyó un primer ¡Cu cú...Cucú! procedente del reloj de cuco que estaba adornando una de las reales paredes de ese salón de baile. ¡Era el primer Cucú!. Ceniciento estuvo a punto de pegarle un sablazo a aquel inoportuno cuco, pero debía cumplir la promesa hecha al hado Ernestino. Sin mediar palabra, enérgicamente retiró de su cuerpo a la geométrica princesa, y corrió y corrió vertiginosamente por aquel interminable salón. Todos los feligreses allí reunidos se quedaron muy sorprendidos mientras Ceniciento seguía corriendo y corriendo. Cuando estaba bajando las últimas escaleras que le conducirían al carruaje para regresar a casa, tropezó y cayó al suelo. ¡Ya iban siete Cucús!. Como pudo se levantó sin reparar en nada, y subió al carruaje regresando a casa. Justo llegó a casa antes de la media noche.

    Cuando bajó del carruaje, éste se volvió a transformar en aquel enorme pepino de antaño, y sus reales vestimentas se transformaron en los harapos que habitualmente llevaba. Del experto conductor se desconoce actualmente su paradero. Se puede suponer que al producirse la transformación, el soldado de madera y debido a lo escueto de sus dimensiones, se perdería en la oscuridad de aquella noche cerrada. Pero Ceniciento notó algo más. Había perdido uno de sus zapatos. Supo inmediatamente que su zapato se lo había olvidado en los jardines de palacio cuando se cayó. El cenizo que siempre lo acompañó en su vida quizás en esta ocasión iba a jugar en su favor.

    Cuando él salió despavorido del palacio real, la geométrica sin aristas princesa le siguió. Cuando ésta llegó a los jardines reales vio relucir algo enorme que llamó su atención. La princesa se acercó y pudo comprobar que se trataba de un zapato y que, a juzgar por las dimensiones, estaba convencida de que se trataba del zapato de su sorprendente compañero de baile y su primer gran amor. Tenía que ser de él porque hasta ese momento nadie había abandonado la fiesta, y ese zapato antes no estaba allí.

    La princesa volvió a palacio con el zapato y pidió a su ayudante de cámara que lo llevara a sus aposentos, quedándose en la fiesta. Hubiera estado muy mal visto haberse retirado antes de que se fueran los invitados feligreses, pero para ella ya nada fue igual porque él no estaba. Acababa de conocerlo y ya lo estaba echando de menos. Se había enamorado locamente de él.

    Al poco tiempo de la llegada de Ceniciento, la familia Monster regresó a casa. La arpía y sus dos osobucos estaban muy enojados. La princesa ni siquiera había reparado en ellos, y como era habitual quien sufriría las consecuencias de su rabieta sería Ceniciento. Pero él era feliz pensando en su princesa aunque sabía que era una auténtica quimera creer que podría algún día estar con ella. Tan sólo le quedaba el consuelo de haber pasado esas horas junto a ella, y eso nadie se lo iba a poder arrebatar. Ceniciento siempre saborearía en sus recuerdos esos momentos que la vida se encargó de regalarle. Tenía el convencimiento que la princesa renegaría de él si algún día sabía en realidad quién era. Él distaba mucho de ser el principesco caballero que la princesa conoció.

    Los días siguientes para la princesa fueron los peores de su corta vida. Estaba sumida en una profunda tristeza. Sabedor de esto, el rey mandó llamarla para preguntarle por el motivo de tanta tristeza. La princesa no tenía secretos para con su bondadoso padre, y le dijo sin ningún tapujo el motivo de su tristeza:

¡Padre!, hoy he conocido a un hombre. Sé que es el amor de mi vida. Le estoy amando locamente pero no sé cómo puedo decírselo. No sé quién es ni tampoco sé dónde está. Lo único que me queda de él es un zapato que encontré y que perdió cuando se marchó de forma tan precipitada.

A continuación la princesa rompió a llorar.

    Tras pensar y pensar, el rey tuvo una genial idea, probaría ese zapato en todos los pies de los jóvenes casaderos del reino. El portador del píe que se adaptase perfectamente a la lancha motora, tendría que ser el precipitado joven que precipitadamente se fue aquella precipitada noche, y que como consecuencia de tantas precipitaciones, éste sería el gran amor de su hija y con quien se casaría.

    El rey promulgó un edicto en el cual se instaba a todos los jóvenes a que fuesen a palacio para probarse el zapato veloz. Fueron llegando jóvenes y más jóvenes para probárselo. Algunos ni tan siquiera se molestaban en probárselos al ver sus dimensiones. Todos sabían que ni por asomo ellos habían estado nunca tan cerca de la princesa, pero bueno, había que tentar a la suerte. Fueron incontables los jóvenes de alta cuna que pasaron por palacio, pero a ninguno le quedó bien. El portador de ese pie no era de la alta sociedad de aquel remoto país, cosa muy extraña porque a sus fiestas no podía asistir cualquiera. Era necesario bajar un poco más el listón aunque al rey esta idea no le hiciese mucha gracia, pero por ver a su hija feliz claudicó, y el listón fue bajado más o menos hasta la altura social de la "modélica familia Monster".

    Muchos píes de esa clase social media alta fueron metidos en aquel zapato sin dar los resultados buscados. Pocas familias quedaban ya por probar, y precisamente una de ellas era la familia de Ceniciento. Había llegado el turno a los osobucos, y estos fueron llamados a palacio. El nerviosismo en la familia era patente. La arpía les dijo que se lavasen bien los pies y se cortarán las uñas, que ya retorcidas por las dimensiones necesitaban un buen repaso. La arpía madre les acompañó segura de las posibilidades de por lo menos el osobuco primogénito. Ceniciento estaba enterado de todo, y hubiese dado la vida por poder volver al palacio real y ponerse su zapato.

    Cuando los osobucos llegaron a palacio, el zapato nada más verlos salió huyendo despavorido. Estaba temeroso de que aquellos amorfos seres se aproximaran hacia él. El zapato velozmente se parapetó debajo de una mesa camilla y se negó en rotundo a salir mordiendo con rabia a diestro y siniestro a todo aquel que pretendía capturarlo. Por muchas argucias que intentaron para engañar al asustado zapato para que saliera, no lo consiguieron. Incluso fueron tan ruines que le tentaron ofreciéndole hacer un trío con un par de bellos zapatos femeninos blancos; pero el terror pudo más que el sexo y no aceptó. Jamás ninguno de esos píes entrarían en sus adentros ni le profanarían. No los había visto nunca pero con haber observado a los poseedores le sobraba.

     Ante semejante contingencia, el rey se vio obligado a llamar a su médico personal para que anestesiase al asustadizo zapato en la distancia. Utilizarían para tal menester una flecha impregnada con un anestésico de nueva creación y que atendía al nombre farmacológico de “Plantillastil” con aroma a meditación del bosque. Efectivamente, en un descuido del desafortunado zapato, la flecha se le clavó en su desprotegida zona trasera sumiéndolo en un profundo sueño. Cuando el zapato despertó de la anestesia ya todo estaba hecho. Había sido violado sin su consentimiento por los pies de los osobucos. El zapato de Ceniciento quiso morirse allí mismo. Jamás volvió a ser como antes. Cuentan, que las secuelas psicológicas que le dejó el enfrentamiento con los osobucos nunca pudo superarlo, y cuentan también, que en su vejez se le veía vagar por las calles, y que sólo encontró consuelo en el alcohol y las drogas de diseño.

    El caso es que el afortunado joven seguía sin aparecer. Ni era de la realeza ni tampoco de la clase media alta de aquel remoto país. Aún debía bajarse más el listón. Pocas esperanzas quedaban ya. Ningún plebeyo de la época estaba en condiciones de poder tener tanta riqueza como para permitirse el lujo de poseer semejante carruaje y ese espléndido y carísimo traje.

    Por mucho que el listón y el tontón fue bajado no lo encontraban. La princesa había perdido todas las esperanzas. Quizás fuese extranjero y ya estuviese remotamente muy lejos de allí. Un día, a palacio llegaron rumores sobre las dimensiones de los pies de un joven que pertenecía a la servidumbre de una familia medianamente acomodada. La geométrica princesa no se le pensó dos veces y ordenó que preparasen el carruaje real para trasladarla zapato en mano hacia la dirección donde se suponía que estaba el joven “bigfoot”.

   Toc, Toc, Toc, el menor de los osobucos abrió la puerta, y ante él apareció la belleza personificada. ¡Era la princesa!. Esta exigió que ante ella se presentase toda la servidumbre de la casa. Todos obedecieron sin rechistar. La arpía, respetuosamente comentó a la princesa que no perdiese el tiempo porque de esa casa sólo habían ido a la fiesta sus hijos osobucos y ella. Era imposible que ese zapato perteneciese a alguien de allí. La princesa preguntó por el de los pies grandes, y la arpía le dijo que en esos momentos no se encontraba ahí, estaba limpiando los establos, volviéndole a repetir que no se molestase porque era del todo imposible que el que se encontraba limpiando los establos fuese el dueño de aquel zapato.

    La Arpía en ningún momento comentó a la princesa el parentesco que les unía con aquel chico harapiento. La princesa confió en la buena fe de la arpía, y cuando iba a subirse a su real carroza vio fugazmente y en la distancia salir del establo a un joven que era ajeno a todo aquello. El corazón le dio un vuelco. Sintió lo mismo que cuando por primera vez su piel lo rozó, y éste no podía latir de esa manera por ningún otro, ¡Tenía que ser él! Igualmente, el zapato comenzó a dar saltitos de alegría y en un descuido corrió y corrió hasta colocarse debajo del pie de Ceniciento. ¡Por fin estaba en casa!. Sentir el pie de Ceniciento en sus adentros fue maravilloso aunque la verdad fuese que el pie le olía demasiado a establo, pero no era hora de ser tiquismiquis encontrándose tan cerca los osobucos.

    La geométrica princesa sin aristas bajó de la real carroza y poco a poco fue acercándose hacia él. Ceniciento no se atrevía ni a mirarla. Pensaba que seguramente al ver realmente quién era se sentiría engañada y renegaría de él porque la bella princesa se enamoró de un gallardo caballero y no de un paleto limpia establos. ¡Qué equivocado estaba!. La princesa dulcemente le instó a que alzase la vista y la mirase. El rostro de ella volvió a resplandecer como cuando lo vio acercarse hacia ella por aquel interminable pasillo del palacio real. Aunque este joven sucio y descuidado nada tenía que ver con aquel elegante caballero que logró enamorarla, su mirada era inconfundible; no tenía ninguna duda que aquella mirada que estaba frente a ella era la que en la fiesta la conquistó nada más verla.

    La princesa con gran dulzura posó sus manos sobre las mejillas de Ceniciento, y acercando al mismo tiempo sus labios hacia los de él, lo besó apasionadamente.

    La arpía y los osobucos se quedaron de piedra pómez. ¡Ceniciento era el afortunado! ¡No podían creérselo!. Ceniciento iba a ser el futuro rey consorte de aquel remoto país. A ese que había sido objeto de las más crueles de las vejaciones y mofas iban a tener que rendirle ahora pleitesía.

    Al poco tiempo de este reencuentro, Ceniciento y la curvilínea princesa contrajeron canónico matrimonio sin penalti de por medio. Ceniciento no tenía muy buenas experiencias al respecto, y fueron muy, muy felices.

    La arpía y los osobucos fueron desterrados de aquel remoto país hacia otro más remoto aún, de hecho, un día dieron un mal paso y se salieron del mapamundi.

    Al contrario de lo que en un primer momento se contó o contaron, el zapato mágico, motivo de la unión, no pasó su vejez vagando por la calles, ni probó nunca el alcohol y las drogas de diseño. El zapato fue feliz. Ya jamás tuvo que volver a morder el polvo, y ocupó de por vida un lugar privilegiado en el Palacio Real. El zapato pasó a ser como una auténtica reliquia que todas las gentes de aquel remoto país iban a visitar porque para ellos ese zapato había sido como un milagro caído del cielo, que había conseguido unir a quién seguramente pasarían a ser recordados como los reyes más carismáticos y bondadosos.  



 

 

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