Mensaje en una botella de Calimocho - Final

Como buen conde que se preciara, yo en la vida había pegado palo al agua, y siempre todo me lo había encontrado hecho. La comida siempre me la servían a la carta con todo el tipo de frivolidades y delicatesen. Allí por desgracia carta no había ninguna, y frivolidades muchísimo menos. En esos momentos, entre yo y mi inanición, sólo estaba el mar. La única salida que vi era pescar algo que llevarme a la boca, ¿Pero cómo?, no tenía nada para pescar. Excusa auto impuesta y baldía porque de todas formas si lo hubiese tenido tampoco hubiese sabido usarlo.

Por mi cabeza pasó la fugaz idea de reconciliarme con Dios y que me echara un cable en forma de una suculenta dorada a la sal. Tampoco hubiese sido tanto pedir. Él pondría la dorada y yo me encargaría de la sal, que era de lo único que estaba bien surtido. Pero no. Contuve mis emociones y mi hambruna, y no claudiqué a las primeras de cambio. Si ese día quería comer dorada no sería por su ayuda, la pescaría yo.

Me fui a la orilla de la playa a ver si por algún error de la naturaleza pasaba alguna dorada por mi lado. En el hipotético y poco probable caso de que esto llegara a ocurrir, y en el colmo de la dicha, por qué no podría dar la casualidad de que estuviera un poco delicada del corazón, y que del susto al verme le diese un infarto pereciendo a mis pies. La respuesta era bastante clara y evidente, pues porque aquella isla no era Lourdes.

En las dos horas que permanecí erguido cara al sol sin ninguna camisa ni nueva ni vieja, no pasó ninguna. Por no pasar, no pasó ni un mísero pescado. Tan sólo se dignó a acercarse a mí una inmensa y negra tortuga marina que estaba aún peor que yo. La tortuga me miró y se acercó hacía mí parándose a mi lado. ¡Pobre de ella!. Supongo que confiaba en mis dotes de pesca y esperaba que compartiera. Mal compañero de viaje se había echado la tortuga. La tortuga hizo acopio de una paciencia infinita y permaneció allí a mi lado sin inmutarse. Quizás no fuese únicamente por llevarse algo a la boca. Cabe la posibilidad que se sintiese tan sola como yo, y un poco de hambrienta compañía no le venía mal, o que quizás me debería haber dado cuenta antes de que no era negra, y que lo que le ocurría era que había tenido la mala suerte y la osadía de estar cierto día y a cierta hora en el lugar equivocado. Lugar donde un barco se fue a pique derramando un espeso líquido negro que lo asoló. Mientras limpiaba a la tortuga (que estaba en las últimas) la bauticé con el nombre de Chapapote, desconozco por qué se me ocurrió ese nombre.

La cuestión es que la pesca no se me había dado nada bien. Lo único dorado que se veía en aquella remota isla era yo y la tortuga Ninja. El sol nos castigó sin piedad mientras esperábamos. La única solución que me quedaba para salir del paso era hacerme momentáneamente vegetariano. Seguro que entre tanta vegetación algo comestible habría aunque el hándicap que se me presentaba era que mis conocimientos al respecto de qué vegetales comer eran bastante limitados. Tenía la corazonada de que pocas lechugas iba a encontrar. Ya de tomates y pepinos mejor no hablar. O sea, que antes de empezar mi búsqueda, ya había desechado la idea de la ensalada mediterránea. A todo esto, llevaba pegada a mí a Chapapote como una lapa. La tortuga Ninja iba siguiendo mis pasos. Viéndola acompañarme comprobé in situ que el dicho ese de que “Las tortugas pueden volar, lo que pasa es que son tan lentas que no consiguen despegar” era completamente cierto.

Lo que también era cierto es que mi desnutrido y náufrago estómago estaba a punto de pedir la cuenta. Como pude, accedí a aquella densa vegetación y busqué y busqué vegetales comestibles un indeterminado número de veces. Allí no había nada comestible para un ser humano y además conde. Sorprendentemente, vi como la tortuga Ninja estaba masticando algo. Me acerqué a ella y aunque el manjar no era completamente de su agrado a juzgar por las desagradables muecas que hacía como de qué malo que está esto; lo que estaba comiendo sí que lo conocía, era un triste, solitario, y cabizbajo higo. La higuera no la veía por ningún lado, pero de que era un higo, eso era seguro, y aunque nunca había entrado dentro de mi amplio espectro de cosas comestibles, era lo más parecido a algo que pudiera comer.

Tardé aproximadamente como dos horas en dar con la dichosa higuera. Ese fue el tiempo que tardó la tortuga Ninja en volver al lugar donde encontró aquel primer e inestimable higo. ¡Qué higuera tan frondosa apareció ante mí!. El atracón de higos que nos pegamos Chapapote y yo fue descomunal. A raíz de compartir ese manjar de Dioses, la tortuga Ninja ya no se separó de mí, y pasó a ser mi querida mascota del alma.

La noche nos sorprendió y tenía que buscar algún sitio cubierto donde dormir. Ya no quería pasar más noches a la intemperie a merced de cualquier mosquito sin escrúpulos que quisiera saciar su sanguinolenta hambre a mi costa. Hasta ese momento mi anemia galopante me había protegido de sus ataques porque ninguno se atrevió por si les contagiaba algo. También es cierto que poca sangre me hubiesen podido succionar. Pero ahora era todo distinto, ahora era una persona nueva con sus adentros llenos de higos y la cosa cambiaba. Chapapote lo tenía bastante mejor que yo. A él le bastaba con parapetarse dentro de su caparazón, y aunque lo empezábamos a compartir todo, allí dentro no había sitio para los dos, y él no podía echarse para un lado y hacerme un hueco.

Por suerte recordé que mientras esperaba que alguna dorada tropezara conmigo, había visto un pequeño montículo rocoso. A lo mejor allí había alguna cómoda cuevecita donde poder guarecerme, y quién sabe...en el caso bastante improbable de encontrarla, a lo mejor podía quedármela y todo.

Sin perder un solo minuto ascendí aquel peligroso montículo. No sé si fue suerte o qué, pero el caso es que la única cueva que había la encontré. Antes de que anocheciese del todo pude darme cuenta que tenía todas las comodidades que dadas las circunstancias se podían pedir; humedad; arácnidos como puños; cangrejos caníbales; montones y montones de pedruscos; iluminación acorde con el transcurso del día; y una curiosa y pequeña corriente de agua que no sé de dónde podía venir.

Chapapote y yo nos miramos. Decidimos que pasaríamos allí la noche y que al día siguiente cuando pudiéramos verla plenamente, pensaríamos si realmente sería nuestro hogar o no. Estábamos muy cansados y ese agotamiento pronto nos venció.

Llevaría durmiendo ya diez o doce minutos, cuando un estruendo me sobresaltó sobremanera. Al principio fue sólo uno para luego pasar a ser muchos y en intervalos metódicamente rítmicos y estéreos. ¿De dónde provenía aquello? ¡No podía ser!, Chapapote roncaba, y además con eco que era lo más preocupante. Sus ronquidos rebotaban en el interior de su caparazón y salían con toda su furia hacia mí. Aunque me daba pena despertarle, tuve que hacerlo y pedirle que se diera la vuelta. La tortuga Ninja entre sueños y de mala uva accedió a hacerlo y se quitó de esa postura panza arriba en la que estaba, dejando de roncar.

Cuando volvía a intentar dormirme sobre mi cómodo pedrusco, me percaté que la cueva no tenía puerta, y que por allí podrían auto invitarse inquilinos no deseados. ¿Qué podía hacer ante tal inseguridad casera?. En un alarde de lucidez, mezclé agua con tierra del suelo de la cueva (que parecía arcilla) e hice una masa compacta. Ayudado de mi dedo índice escribí un aviso a la entrada de la cueva - Peligro, aunque parezca mentira, a lo mejor aquí hay un perro que pudiese ser que mordiera y todo, no pasar. Debajo y en un inglés rústico y de lo más coloquial acorde con mis conocimientos al respecto, también escribí - Danger, don´t cross, the dog have bad milk and muerde.

Como con esta astuta argucia náufraga creí estar de lo más seguro y protegido. Me mentalicé que esto era así y por fin pude conciliar el tan merecido sueño.

Sin previo aviso, y dolorosamente, los higos consumidos el día anterior comenzaron a aporrear la puerta ansiando desesperadamente volver a ser libres y seguir con el ciclo de la vida sirviendo de fecundas semillas para que aquellas tierras siguiesen perpetuando su especie. A Chapapote le ocurría lo mismo. Estaba histérico. Nunca pensé que una tortuga por muy ninja que fuese pudiese correr tanto; incluso casi llega a la meta antes que yo. ¡Qué tranquilidad nos quedó a ambos cuando le concedimos a los higos ya digeridos su preciada libertad!. Chapapote y yo le habíamos servido a la madre naturaleza como incubadora de fértiles semillas. Era de ley, y así debería de ser, que lo que en aquel lugar depositamos con tanto dolor brotasen las dos higueras más robustas de toda aquella isla, porque abono no les habría de faltar de por vida, eso seguro.

Ese día tras la precipitada evacuación intestinal y de quedarme de lo más suestecito, empecé a encontrarme pletórico y con ganas de vencer todas las adversidades que osasen interponerse en mi camino. De momento, no había claudicado ante Dios y seguía vivito y sin colear. Tenía fundadas esperanzas en que vencería todos los obstáculos aunque uno de ellos, el más importante y que predominaba sobre los demás, era el del sustento diario. ¡Pero ese día era diferente!. Me había propuesto pescar fuese como fuese. Chapapote vio mis intenciones mientras me dirigía al mar, y como siempre me siguió, entrando de lo más sosegadamente en su mundo, el mar. Cosa contraria a lo que me ocurría a mí. Aquel mundo no era el mío y me costó algo más. El agua estaba más congelada que mi futuro, y aún quedaba lo peor. No podía dejar a mis nobles partes en la orilla e introducirme en el agua sin ellas. Podía pasarles algo. Tenían que acompañarme aunque el trago no fuese nada agradable. Todos nosotros fuimos valientes y juntos nos dirigimos a la pesca y captura de cualquier pescado que osase compartir mundo y agua con nosotros.

Al contrario del día anterior, hoy sí que había pescados a mansalva. Los había de todos los tipos de tamaños y formas. Estos pasaban a mi lado sin ningún tipo de miedo. Algunos hasta me parecieron un poco prepotentes porque, que no pudiese coger ninguno con las manos desnudas, no les daba ningún derecho a ridiculizarme. Busqué con la mirada a Chapapote para ver qué tal le había ido a él, y para mi sorpresa cuando localicé donde estaba, vi que había dos. Chapapote había encontrado un amiguito de juegos aunque éste en concreto me resultaba un poco extraño. Para mí gusto corría poco el aire entre ellos, y estaban demasiado pegados el uno contra el otro. Pero claro, yo desconocía cómo jugaban las tortugas marinas y no hice demasiado caso.

Cuando me dirigía a la orilla con el deber pescador sin haberlo podido cumplir, algo de un tamaño nada despreciable se metió dentro de mi atuendo deportivo. Daba coletazos y más coletazos. ¡Mi atuendo había pescado un pez!. Feliz y contento lo sujeté entre mi sobaco y yo mismo mientras nadaba hacia la orilla. Mi imaginación se desbordó. Me veía por fin degustando un suculento pescado al horno aunque primero para eso había que aplicar moviola para desimaginarme cosas, porque antes de todo eso había que acabar con la vida terrenal del pez. Tarea nada fácil para mí porque yo nunca había matado nada. Siempre fui sensible y por no matar no mataba ni los virus que hicieron que enfermara continuamente en mi anterior vida de conde. Yo los dejaba que se aburrieran y se fueran a invadir a otro ser humano, con decir que cuando estornudaba les pedía perdón por haber echado fuera a algunos de ellos, y les volvía a permitir entrar otra vez.

El día lo tenía de cara. Al llegar a la orilla comprobé que aquel pez había dejado de coletear. Este síntoma tan peculiar me llevó a la convicción de que el pez había pasado a mejor vida en el interior de mi sobaco victima posiblemente de resultar alérgico al aroma de éste, y que posiblemente se había asfixiado. La parte más incómoda y desagradable del desayuno estaba hecha, y sólo faltaba buscar algo para hornear al pez y que sirviese para algo su sacrificio. ¡Dios, cuánto eché de menos una cocina con cocinera incluida!

Para conseguir mis fines, antes debía conseguir las armas necesarias para coccionar a aquel pez. Recordé viejos documentales de cómo nuestros ancestrales antepasados hacían fuego con dos simples piedras, algo de tiempo y muchísima paciencia. Yo haría lo mismo. Piedras había allí para dar y regalar, y si es por tiempo, tenía todo el que se puede tener. Otra cosa era la paciencia, que de eso yo no andaba muy sobrado.

A todo esto, no había vuelto a acordarme de Chapapote. ¿Dónde andaba?. Hacía tiempo que no sabía nada de él y de su nuevo amiguito, y estaba empezando a preocuparme. Le había tomado mucho cariño, y por nada del mundo quería que me dejase sólo en aquella isla. Lo llamé varias veces a voz en grito. En una de estas varias veces lo volví a ver. Venía haciendo surfing sobre la cresta de una enorme ola. Cuando llegó a la orilla lo noté muy eufórico. Nada que ver a como estaba antes. El encuentro con aquel amigo de juegos parecía haberle devuelto la alegría de vivir.

En idioma ninja le dije que ahora sí que comeríamos. Sólo faltaba hacer que saliese fuego de alguna parte, y yo me encargaría de todo ya que a él no le veía capaz de hacerlo. Sin perder más tiempo fui en busca de mis piedras. Como había tantas no tuve problemas en encontrar dos casi idénticas. Parecían calcadas. Las cogí y regresé muy despacito. No quería que se me cayeran y se rompieran. Agudizando mi ingenio hasta límites insospechados, deduje que también debía buscar leña pues a chispazos difícilmente se me iba a coccionar nada. Igualmente que antes, busqué y elegí los tronquitos más fashion del lugar. Alegre y dicharachero me presenté en el lugar de reunión con mis dos piedrecitas y mi leña. Todo estaba preparado para el gran momento. Fabriqué artesanalmente una hoguerita de lo más mona. Alrededor de ella me coloqué yo, y a mi lado se puso Chapapote. Al suicidado pez lo coloqué al lado de éste.

Una feliz impaciencia inundó nuestras náufragas vidas. Sin más espera me puse a golpear una piedra contra la otra esperando que el fuego naciese aunque algo no marchaba nada bien. No vamos a decir que no saltaran chispas, que sí que lo hacían, pero un cierto olor a chamusquina indicaba que había un pequeño detalle que había pasado por alto. Los chispazos estos tenían vida propia y no estaban por la labor de dirigirse hacia la hoguera. Sentían predilección por mi cabeza. Exactamente iban al lugar contrario y tampoco era plan de ir moviendo la hoguera en busca de los chispazos. Mi intuición me decía que tenía que ser al revés.

Ya casi en el ocaso de nuestras vidas, allí seguíamos todos como al principio alrededor de la hoguera que no conocía el fuego. El que peor estaba era el pez que empezaba a oler raro, como a sudor. Millones de chispazos iluminaban aquella maravillosa y estrellada noche como si de fuegos artificiales se tratara, pero el fuego seguía brillando por su ausencia. Chapapote no paraba de mirarme. En su resignado rostro pude darme cuenta que pensaba que no le iba a quedar más remedio que volverse a hinchar de comer higos. No puedo negar que en ese momento yo me estaba temiendo lo mismo. Las yemas de mis dedos habían desaparecido. Las falanges estaban diseminadas en diez kilómetros a la redonda de tanto frotar aquellos pedruscos que, mágicamente, se habían quedado en la mitad de su tamaño original.

Cuando pensamos que era hora ya de parar e ir a la busca nocturna de nuestros sufridos higos, pasó lo increíble, un último y gentil chispazo prendió mi pelo. ¡Por fin! ¡Fuego!. No me importó abrasarme las entrañas. Sin pensarlo, pues tampoco es que tuviera mucha mata de pelo, cogí una rama y la aproximé al foco del incendio. La rama ardió y no pudimos evitar derramar unas lágrimas. Chapapote lloró de emoción, y yo lloré a un cincuenta por ciento entre la emoción y el dolor que sentía por mis quemaduras capilares. Pero mereció la pena porque el pez fue "horneado" y consumido dando por finalizada la cena. Había quedado meridianamente claro que debía pulir algo más mi habilidad en estos menesteres pues calculé que me quedaba pelo, como mucho, para un par de comidas más.

Si como dije, alguien está leyendo esto y me ha acompañado en mi infortunio hasta aquí, creo que es el momento de tomarse un pequeño respiro antes de proseguir. No es mi intención que debido al cansancio estas letras vayan a parar a cualquier futura papelera.

>>Robinsón Cruasan llevaba razón en parte. Sí que estaba un poco cansado de tanto leer, pero también es cierto que la lectura de aquellas náufragas vivencias del Conde de Puros de Montecristo me habían emocionado. Intenté seguir leyendo hasta el final. Quería saber todo lo que le pasó. Si consiguió salir de aquella isla. Qué fue de Chapapote. Pero los ojos se me cerraban y debía dejarlo. Con todas las precauciones del mundo doblé aquellas hojas y las introduje en mi vacía caja fuerte hasta que a la noche siguiente continuase leyendo su odisea. Esa noche no conseguí pegar ojo. No paraba de acordarme de él y de las calamidades que tuvo que pasar con la única compañía de su mascota marina. Estaba comenzando a sentir cierta admiración por cómo se había enfrentado a todo aquello con arrojo y valentía. El día que pasé se hizo interminable. Deseaba acabar mi jornada laboral para volver a la terraza de mi piso de eterno desentumecido divorciado, para plácidamente volver a encontrarme con el conde.

>> La hora llegó y actué de la misma manera que el día anterior, con la única salvedad que antes de continuar con la lectura me tomé un café cargado. Era mi intención no parar hasta finalizar la última línea de aquellas hojas.

Después de este deseado respiro para ese posible lector, continuaré diciendo que poco a poco me fui haciendo amo y señor del entorno en el que me encontraba. Me convertí en un experto pescador de peces. Hacer fuego de la nada dejó de ser un problema, y mi pelo lo agradeció ya que pudo volver a crecer y ondear libre a los cuatro vientos. Al contrario de lo que pensé cuando mi desafortunado destino me trajo a la isla, ésta me brindaba más cosas de las que yo hubiese esperado. Inclusive podía alternar la pesca con la caza, y a veces incluso al revés. Mentiría si no dijera que matar mi primer conejo salvaje fue muy duro para mí. Tuve remordimiento de conciencia dos semanas, pero mi supervivencia primaba sobre todas las cosas porque de pescado no podía vivir toda la vida. Ya los había probado de todas las maneras, al ajillo, sin ningún ajillo, hasta incluso al ajillo sin ningún pescado.

Transcurrido algún tiempo del encuentro de Chapapote con su congénere, éste comenzó a encontrarse mal, empezó a enfermar y yo no sabía cuál podía ser el motivo. Chapapote estaba pesado y con fuertes dolores abdominales. Yo poco podía hacer por él, sólo esperar y esperar estando a su lado.

Una noche creí que su final había llegado. De idéntica forma a como los toros buscan el burladero buscando morir en paz, Chapapote a duras penas y con lágrimas en sus ojos se fue de mi lado en busca del mar. No quise acompañarlo. Quise que muriese en paz y por qué no decirlo, no hubiese podido soportarlo. Jamás olvidaría a mi naúfraga mascota.

Toda la noche la pasé llorando sumido en la más profunda de las tristezas. Al día siguiente cuando me levanté de entre mis cómodos pedruscos, no podía dar crédito a lo que estaba viendo en aquella arena blanca. ¡Chapapote no había muerto!. Lo veía moverse allá a lo lejos. ¡Era un milagro!. Me acerqué a él para ver qué hacía. Chapapote me miró como sonriéndome para seguidamente ocurrir algo que si no es porque era testigo presencial nunca me lo hubiese creído. Chapapote en mi presencia y tras hacer un supino esfuerzo, expulsó de su interior un orondo y ovoide huevo. ¡Patidifuso me quedé todo yo!. Cuando Chapapote se apartó de donde se encontraba, debajo de él había toda una huevería que, velozmente, dentro de sus lentas posibilidades, se dispuso a tapar. No me quedó la más mínima duda al respecto, Chapapote era una tortuga hembra, y aquellos juegos con aquel amigo que en su momento tanto me habían extrañado, habían sido en toda regla un polvo marino en el más amplio sentido de la palabra.

Todo este tiempo había estado conviviendo con una hembra. Tenía que cambiarle inmediatamente el nombre porque ya el de Chapapote no venía a cuento. No sabía si me acostumbraría a este tremendo cambio. La sin nombre se sonrojó ante los hechos tan embarazados que acababan de ocurrir. Fue curioso pero los dos estábamos tremendamente cortados. Como animal más racional que la sin nombre que soy, me hice cargo de la situación y la tranquilicé. Le di la enhorabuena por su pronta descendencia, y tras comprobar que la incubadora natural que había construido estaba perfecta, comenzamos a forjar una nueva y heterosexual amistad.

Desde ese momento pasé a llamarla Matahari. Hubiese sido curioso saber cuál era el nombre con el que ella me había bautizado a mí, pero claro, eso nunca podré saberlo. Los siguientes días fueron continuas las idas y venidas por ambas partes hacia la sala de maternidad para ver la evolución de aquella prole. Las tortuguitas eligieron para emerger una noche sin luna. Imaginé que haciendo honor a la inteligencia de su progenitora, preferían la completa oscuridad porque de otra forma hubieran sido un blanco fácil de capturar para los depredadores tanto alados como los de sin alas. El caso es que emergieron, y sin ningún tipo de previo consejo materno lograron alcanzar las primeras olas de mar que las conducirían hacia su interior. A mí no me pareció que Mata hari se preocupase mucho por el bienestar de su progenie porque simplemente se limitó a verlas marchar. Tampoco dije nada. Ella sabía muy bien lo que tenía que hacer (aún me resulta raro cada vez que digo ella, no consigo acostumbrarme).

Después de aquello volvimos a nuestro hogar comunal pero ya en habitaciones separadas, claro.

Mata hari me salió un poquito pendón (haciendo honor al nombre que le había puesto) y no había animal marino con caparazón que se atreviese a pasar por sus dominios que no fuese debidamente cepillado por ella. Estoy en condiciones de afirmar que todos los mares del planeta estarán repletos de tortuguitas con los genes de mi compañera de naufragio.

Y a partir de aquí poco queda ya que contar. Todo lo contado multiplicado por miles de días da como resultado lo que soy en la actualidad. A juzgar ya por mi deterioro físico, los años han ido pasando inexorablemente. He perdido ya completamente el pelo, y la esperanza de salir de aquí. A Mata hari no se le nota tanto el paso del tiempo, siempre fue calva y supongo que será más longeva que yo. También sé que moriré antes. Sé que me echará mucho de menos pero a ella le queda mucha vida por vivir y se recuperará.

Por mi parte no le tengo ningún miedo a morir. Creo que ya viví bastante. Dentro de mi infortunio en cierta manera fui feliz. Nada tengo, y nada tengo miedo a perder cuando me marche. Antes de acabar quisiera decirle a mi posible lector que casi al fin de mis días he hecho las paces con Dios, y supongo que él conmigo también pues siento que la negra presencia cada vez se encuentra más cerca de mí. Ahora sí que estoy preparado para partir. Presiento que ha dejado la hoz aparcada en el olvido, y que viene a mi encuentro con una botella de calimocho para hacer conmigo un último brindis antes de volver a encontrarme con la persona que un barco que no flotaba me arrebató.

Adiós.

    >>Nunca esperé encontrarme con este final. Tenía la esperanza de que Robinson Cruasan fuese rescatado pero no ha sido así. No todo en esta vida puede tener el fin que nosotros deseamos. No obstante, a juzgar por sus últimas palabras, sí que pienso que a su manera tuvo su final feliz.

    >>En fin, que me he quedado sin palabras. Éste es el mensaje que había en la botella y así lo he contado.

 

 

 



 

 

 

 

 

 

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