Érase una vez…. que en un remoto país muy lejano, vivía una alegre y dicharachera remota familia. El remoto y distante grupo familiar estaba compuesto por un canónico matrimonio, y el fruto de un canónico penalti que metió estrepitosamente por la escuadra el varón a su futura esposa. El varón en cuestión era un asiduo (por falta de medios) practicante de la cuestionada y poco aconsejable (ya en aquella época) “marcha atrás”. Decían que practicar habitualmente este acercamiento a proa sin hospedaje, causaba graves trastornos psicológicos del tipo del quiero y no puedo, y que de tanto querer y no poder, parece ser que esto traía como consecuencia una profunda disfunción eréctil. Es decir, que la apenas perceptible erección de nuestro más querido miembro familiar impedía entrar con contundencia y garantías de victoria en territorio hostil. Dentro de la gravedad que esto supone para el familiar y su miembro, no es menos grave llegado el momento pasar de todo y que sea lo que Dios nunca quiso.
Él nunca pensó que fuese a ocurrir, claro, nadie lo piensa en ese momento. Aquí entran demasiado en juego los “después”. Siempre se piensa “después” cuando ya no hay remedio. ¡Cuántas reputaciones injustas se han colgado en la casilla del debe de muchas mujeres con la argumentación tan caballeresca de "Y cómo saber que yo soy el padre si ella se cepilla a todo lo que se le ponga a tiro". ¡Cuántos embarazos no deseados a causa del yo “pensé que” o del yo “creí que”.
Cierto es que él tenía un autocontrol a prueba de fortuitos e involuntarios escapes. Incluso su futura mujer se quedaba asombrada de la resistencia mental que ofrecía a la eclosión testicular. Siempre en el momento álgido de la frenética relación que acababa de mantener, él culeaba magistralmente retirándose a tiempo, evitando así que la inminente erupción del volcán derramase su lava en los adentros corporales de su futura canónica esposa.
Pero claro, tanto va el cántaro a la fuente, y tanto se encomendaron a la divina providencia, que cierta noche de cierto día el “kamasutra” les traicionó. Haciendo balance, sus asiduas relaciones sexuales básicamente constaban de las prácticas típicas de la época. Coge esto por aquí. Dame lo otro por allá. Succiona tú que luego succiono yo. Que me voy. Que me voy. No te vayas. No te vayas. Que no aguanto más. Que no aguanto más. Que sí que aguantas. Que sí que aguantas. Que no. Que no. Que sí. Que sí, terminando febrilmente la batalla en la académica de todos conocida y muy valorada por los estamentos eclesiásticos, postura del misionero.
Pero como “Todo tiene su fin” que dirían Los Módulos, en la noche de autos y en el momento en que él iba a posicionarse culo en pompa y a toda vela para ahondar en el misticismo intrauterino de ella, ésta le hizo una magistral llave de Judo, y la situación cambió de ser él quien poseía siempre, a ser ferozmente poseído. Ella se colocó en los encimas de él, y a ritmo de “Ahora quien parte el bacalao soy yo”, el bacalao fue partido pero bien. Cierto es que ella siempre confió en las aptitudes heroicas de su partenaire, pero la damisela no contaba con que había cambiado totalmente el modus operandi, y que tristemente en esa noche no andaban los dos muy sincronizados (orgásmicamente hablando). Al contrario de otras veces, qué lejos quedaron esos que me voy, que me voy ¿a dónde?¿a dónde?, no te vayas, no te vayas. Las únicas tres eróticas palabras que él pronunció esa noche fueron textualmente ”la hemos cagado”. Así de simple. No se había equivocado, la cagaron, y el resultado de esa cagada fue que a los ocho meses y medio nació el protagonista de nuestra historia.
A la criaturita sus padres cariñosamente le llamaban Ceniciento. Le llamaban así porque siempre fue un niño muy gafado. Como se decía vulgarmente en aquella época, era un “Cenizo” de niño, así que debido al cúmulo de cenizos y casualidades de la vida, le pusieron el apelativo familiarmente cariñoso de Ceniciento.
A nuestro Ceniciento, la suerte siempre lo bordeaba para no encontrarse con él. Era el típico niño que por donde él pisaba no volvía a crecer la hierba, aparte de por el gafe, por las dimensiones siderales de sus ambos dos pies. A la temprana edad de seis o seis años y diez días, sus medidas corporales no estaban muy proporcionadas que digamos. Era algo escueto de estatura. Cabeza bastante prominente con relación a su edad. Orejas pérfidamente amenazantes. Nariz aguileña, (digo bien, aguileña, ya hubiesen querido las remotas rapaces tener su pico de la misma forma que la nariz de Ceniciento). Barbilla con sentimiento de culpa y escondida. Hombros que pasaban desapercibidos, y para qué seguir...casi todo está dicho ya. No merece la pena que hurguemos en la herida abierta y sangrante. Los únicos hallazgos positivos que podríamos encontrar en aquel joven y malformado cuerpo, era que Ceniciento no era miope, y que tampoco necesitaba por aquel tiempo peluquín. Había sido dotado por la madre naturaleza de una espectacular melena rubia.
Ceniciento fue creciendo como el niño normal que nunca fue. A la edad de diez años se quedó huérfano de madre, y su padre por ende, se quedó al mismo tiempo viudo de esposa. Al cristiano sepelio llegaron gentes de todo los rincones del remoto país. Era familia muy conocida, bueno, ellos precisamente no, muy conocidos eran por el parentesco con los tatarabuelos de los padres de la difunta, y de los abuelos de los hermanos políticos de él. Las dos familias eran socios mayoritarios con el setenta por ciento de las acciones sobre la propiedad feudal de aquellas tierras, y tuvieron la gran fortuna de unir ambos accionariados con sendas uniones familiares, que culminó con la canónica boda de los padres de Ceniciento.
El padre de Ceniciento volvió a ver en el entierro a una dama (amiga de la pareja) a la cual hacía mucho tiempo que le había perdido el rastro. Aunque intensamente enamorado de su mujer, él siempre sintió un especial cariño por la desaparecida dama. Dichos ambos dos, y tras el entierro, comenzaron a encontrarse esporádicamente. A los dos años más o menos de la muerte de su esposa, y de haberse amado en la clandestinidad, el padre de ceniciento le pidió a la desaparecida dama que se casase con él. El padre de Ceniciento sabía que a su hijo le hacía falta el cariño de una madre, y aunque nunca podría igualarse al de la verdadera, su padre creyó que la desaparecida dama podría ocupar de algún modo el lugar que ella dejó.
Hasta ese momento, la desaparecida dama no había visto a Ceniciento. Sabía de él por boca de su padre. Al aceptar la petición de matrimonio, la desaparecida dama creyó que era el momento de conocer a su hijastro. Aunque su futuro marido le había comentado que la sabia madre naturaleza no había sido benévolo con Ceniciento en lo que a aspecto físico se refería, siempre pensó que era algo exagerado. Pronto se daría cuenta que en lo referente a la apariencia física de Ceniciento no había nada de exagerado. El encuentro entre Ceniciento y su futura madrastra no fue nada gratificante. La desaparecida dama en vez de estrecharle cariñosamente entre sus brazos, le dio unas palmaditas en la espalda diciéndole - Anda hermoso, vete con papá.
La boda se realizó como era preceptivo. La única novedad si se la puede llamar así es que a Ceniciento no le dejaron llevar las arras por si al verlo los invitados salían en estampida.
Padre e hijo trasladaron su domicilio habitual a otro país, a la casa de la desaparecida dama. La desaparecida dama, al igual que el padre de Ceniciento también había enviudado, y Dios había bendecido (es un decir) su matrimonio con dos hijos que en aquellos tiempos no había adjetivos calificativos para definirlos. Ahora y con el paso del tiempo sí, ¡Horrorosos!. Eran horrendos quasimodos los mirases por donde los mirases. Cuando la recién casada se los presentó a su marido, al verlos, un intenso y delatador sudor corrió por su frente, porque al lado de estos dos Osobucos, Ceniciento era un Adonis. Haciendo de tripas corazón, el padre saludó a sus nuevos hijos y pensó para sus adentros....¡Dios mío! ¡Qué mal he hecho en esta vida para tener que cargar a estas alturas con semejantes especímenes de hijastros?. ¡Señor!, ¿No me castigaste ya bastante por el penalti cometido? ¿No me adjudicaste como castigo la paternidad de Ceniciento?. Tras esto, un repentino ataque de nerviosa tos rompió el silencio sepulcral de aquel primer encuentro familiar.
Tras toser y toser desaforadamente en la soledad de su habitación, el padre de Ceniciento rompió a llorar. Así estuvo días, semanas, y meses, hasta que un repentino hueso de aceituna pidió asilo político en su tráquea asfixiándole. Es curioso, pero cuando su familia se percató de que no se presentaba a la cena, cuando le encontraron fiambre en el suelo del recibidor, en vez de mostrar una cara lógica de un recién asfixiado, mostraba una paz y una quietud como si por fin hubiese podido evitar hacer aquel penalti de juventud.
A partir de aquí la vida de Ceniciento cambió. Ahora se iba a dar cuenta de la familia en la que por desgracia había caído. Mientras su padre vivió, la familia Monster tuvo que aguantar a Ceniciento, pero el odio estaba latente en espera de que lo dejasen salir a la más mínima oportunidad. Ceniciento fue víctima de las más aberrantes vejaciones tanto físicas como psíquicas y algunas químicas, que tampoco vamos a olvidarlas.
Ceniciento, de hijastro pasó a ser de golpe y porrazo uno más de la servidumbre de la casa. Los trabajos más duros y denigrantes se los encomendaban a él. Estaba harto de oír continuas risas a costa de lo poco agraciado de su físico, vamos, como si los mostrencos de hermanastros que tenía fuesen un cúmulo de hermosura. La misión diaria que más aborrecía era el de tenerles que servir la comida a la arpía de su madrastra y a los osobucos de sus hermanastros, aunque todo hay que decirlo, algún que otro producto de sus adentros iban a parar a los platos, seguidos de un jejeje,¡Que se jodan!.
Ceniciento contaba doce años y seguía igual de gorililla que siempre, y eso que todavía no había pegado el primer estirón, ¡miedo le daba a Ceniciento!. Cuando notaba cosquilleos en su cuerpo, creía que eran los primeros síntomas del crecimiento, y se colocaba en posición fetal durante largas horas para que el estirón pasase de largo y se fuera a por sus horrendos hermanastros por parte de padre.
El tiempo fue pasando y pasando. A Ceniciento el primer estirón lo pilló dormido y no se pudo defender. Pero ocurrió algo curioso, en vez de que este primer estirón aumentara y agravara sus defectos físicos, causó en Ceniciento algunos cambios que aunque leves, sí que indicaban que algo o alguien se había apiadado de él, y que incluso si venían muchos estirones (visto lo visto, Dios lo quisiera) igual ya su cabeza podría guardar relación con el resto de su cuerpo, su barbilla podía echarle coraje a la vida y darse por fin a conocer, y sus pies a lo mejor se retraían y volvían hacia sus orígenes porque a estas alturas de la vida, Ceniciento tenía los mismos andares andarines que un buzo fuera del agua.
Ceniciento señalizó toda la casa para que los estirones no pasasen de largo. A modo de niño anuncio se puso unos carteles en pecho, espalda, y culo, con el siguiente mensaje orientativo.
Estirón, estirón, no tardes mucho,
redúceme este cabezón,
mi nariz aguileña te invita
a entrar en mi habitación.
Mis pies se salen del mundo,
mis hombros apenas se ven,
mi barbilla hace tiempo que no la encuentro,
a mis orejas solo les falta morder.
Estirón...., si no me abandonas
y con tu venida me ayudas
te prometo que a partir de ahora
haré mucho aeróbic para cuidar mi figura.
El caso es que en efecto, los estirones fueron llegando uno detrás de otro. Concretamente fueron siete estirones en siete años, uno por año, y nuestro Ceniciento cambió. Ya no era aquel poco agraciado varón. La cabeza dejó de crecerle y se quedó con la justa. Su nariz fue perdiendo ese acentuado toque aguileño. Su barbilla por fin le echó arrestos a la vida y altanera apuntaba cara al sol (sin ninguna camisa, ni vieja ni nueva), y sus orejas por fin pudieron reposar en ambos parietales de la cabeza de Ceniciento, y habían dejado de permanecer en vilo suspendidas en el aire siempre a merced de los vientos y las tempestades reinantes por aquellos lugares por lo cuales Ceniciento las paseaba. Pero lo que no pudieron conseguir los estirones fue que los pinreles de Ceniciento se retrajeran hacia sus orígenes. Se quedaron tal y como estaban aunque como resultado de la nueva proporcionalidad física de Ceniciento, la verdad es que sus pies no parecían tan siderales, grandes sí, porque tampoco vamos a decir ahora que Ceniciento tuviese piececillos de bailarina, pero vamos, que ya no serían al primer sitio donde la gente miraría cuando se cruzasen con él.
Este cambio no pasó desapercibido ni para la arpía de su madrastra ni para los osobucos de sus hermanastros, que día a día fueron viendo cómo Ceniciento se había convertido en un joven muy resultón, quizás hasta incluso bello.
Un día, el Rey de aquel otro remoto país anunció a bombo y platillo que daría una fiesta, a la cual invitaría a todos los castos varones en edad casadera de su reino. En verdad que este bondadoso rey y mejor padre, sí que había sido bendecido con una bellísima hija. Geométricamente hablando carecía completamente de aristas. Todo en ella eran bellas curvas. En su cuerpo los senos y los cosenos alegremente jugueteaban a cada paso que ella daba, que por cierto, bien se encargaba de que no pasasen desapercibidos para su enfervorizado y varonil público.
El rey era perfecto conocedor de los gustos en lo referente a hombres de su hija, y que por muchos pretendientes que, ingenuos ellos, la habían pretendido pretender, ninguno había sido santo de su devoción por muchos y variopintos motivos que se podían resumir en un par o dos, plastas y aburridos.
El rey sabía que a esta fiesta acudirían todos los varones del reino, y que malo sería que alguno no le hiciese tilín. La geométrica princesita era muy exigente en lo referente a los hombres. La mayoría le parecían estúpidos guaperas con envidiable poder adquisitivo, pero en los cuales el suficiente coeficiente de inteligencia como para lograr conquistarla había cerrado por defunción de su materia gris. Ella era muy alegre y dicharachera. Le encantaba reír, y hasta el momento su padre sólo le había concertado citas con momios, quedando claro, que las citas eran en palacio y bajo su estrecha supervisión.
Tú Ceniciento no irás a la fiesta que ofrece el rey, le dijo la arpía de su madrastra, te quedarás en casa podando los árboles y limpiado los establos. La Arpía por ningún motivo quería que Ceniciento fuese a la fiesta. Tenía la sensación que de ir no le disgustaría excesivamente a la geométricamente hablando sin aristas princesita, y de ocurrir esto veía peligrar la pretensión más anhelada por ella que no era otra que la bella princesa eligiese como esposo a alguno de sus dos hijos osobucos. Cosa imposible e impensable porque la geométrica princesita seguramente saldría espantada al verlos.
Llegó el día, y Ceniciento apesadumbrado vio partir a los osobucos y a la arpía en el carruaje familiar hacía el palacio real. En la soledad del establo no pudo impedir que sus ojos dejaran escapar lágrimas de dolor y de incomprensión. Poco le importó si estaba solo o no. No podía soportar más tanta injusticia, y a los cuatro vientos preguntó por qué era tan desgraciado. Dos de los cuatro vientos nada le dijeron. El tercer viento no supo que decirle y no le contestó, pero el cuarto viento haciendo un alarde de huracanada sabiduría le dijo....”If you cry because you can´t see the sun, your tears no te dejarán see the start” o lo que es lo mismo, “Si lloras porque no puedes ver el sol, tus lágrimas no te dejaran ver las estrellas”. Parece ser que el cuarto viento estaba en primer curso de Inglés nativo, y algunas palabras aún se le escapaban, pero tuvo la gentileza de traducirle la respuesta a Ceniciento que, al escuchar esta demostración de sabiduría huracanada, ya lloró muchísimo más tranquilo...¡Dónde va a parar!.
Ceniciento casi al unísono oyó cómo alguien a sus espaldas pronunciaba onomatopéyicos sonidos ceceantes, pssssss..¡eh!....pssssssss. Ceniciento un poco extrañado miró para atrás, y estupefacto quedó con la observación de lo que sus ojos estaban viendo. Aproximadamente a la altura de su cabeza, y flotando en el aire, había un canijo y voluptuoso ser que como única vestimenta llevaba incorporado a su orondo cuerpo unos pololos de cuello alto supuestamente porque era invierno. Este ser dijo que era su Hado Padrino, y también dijo llamarse Ernestino. Ceniciento le comentó al hado Ernestino que él no creía en hadas. Muchísimo menos iba a creer en hados, y más con esa pinta que llevaba. El hado Ernestino se cabreó, y velozmente comenzó a flotar de un lado para otro como alma que lleva el diablo por toda aquella habitación, perdiendo la noción del espacio tiempo. Por un momento incluso perdió la noción de la distancia entre él y las paredes, para justamente, y en ese preciso instante, estamparse contra una de ellas. El hado Ernestino pensó que estaba en la feria de Abril de Sevilla. Jamás en su dilatada y fructífera vida de hado había visto tantas estrellitas y lucecitas juntas.