El salvaje al Este del Oeste americano - Parte 1ª

I. Prólogo

Mi intención al publicar este trabajo de investigación no es buscar fama o dinero, nada más lejos de ello, no me hace falta pues fama y dinero ya tengo, y no necesito más. Mi única pretensión es que quién lea esto tenga otra visión, quizás la verdadera, de lo que en realidad fue el salvaje “Al este del oeste” americano, visto desde el prisma de una de las tribus más emblemáticas de aquella época. 

Sé que no será una empresa fácil de llevar a buen puerto porque ya tenemos ideas preconcebidas de lo que era aquello. Durante muchos años, y sentados frente a nuestro televisor, hemos visto multitud de películas de “al este del oeste”, de indios, de vaqueros, de vaqueros y algún que otro indio, y un largo etcétera de estilos. Quién no recuerda películas como “Un hombre llamado caballo” ”Tú perdonas yo no” ”Por un puñado de dólares” ”Los siete magníficos” "Bailando con lobos” “Murieron con las botas puestas”, y un largo etcétera.

En la mayoría de ellas, si salían indios, no les quedaba más remedio que ser los malos del peliculero film. Seres salvajes hablando siempre en monosílabos sin ningún tipo de conciencia, con el único cometido y objetivo en la vida de arrancar cabelleras a diestro y siniestro. Cuantas más mejor. No olvidándonos de los esquiroles que ayudaban a esos fornidos soldados de caballería, y que hacían funciones de perro pachón. Los pobres indios lo tenían todo en contra porque ya del armamento del que disponían….mejor ni hablar. Los soldados iban armados hasta los dientes. Colt de todos los calibres habidos y por haber. Cañones inmensos, pero los pobrecitos de los indios, queridos míos ¿Qué?, míseras flechitas que veíamos recorrer la pantalla de nuestro televisor de un lado para otro sin ningún rumbo fijo. A lo mejor alguna vez, y casi al final de la película, conseguían darle a algún soldado, pero eran las menos, eso sí, los mayores porrascazos, que casi siempre eran tomas en primer plano, se los pegaban los indios cayéndose de los caballos abatidos por la gran puntería del protagonista de turno. El gran hombre blanco que casi ni le hacía falta apuntar. Había tantos indios que a alguno le tenía que dar, por cierto, toda la película se la pasaba pegando tiros y nunca se le veía cargar el revolver.

Por todo esto me gustaría que abrieseis vuestra mente, y cuando hayáis leído los resultados de mi estudio, opinéis, porque seguramente habréis cambiado vuestra percepción y otra realidad habrá pasado a formar parte de vuestras vidas. ¡Señoras y caballeros!, esto no es el guión de ninguna película, ni hay ningún director que haga de su capa un sayo. Aquí leerán ustedes el resultado de muchos años de intensa y científica investigación abaladas por pruebas tan fiables como las del carbono casi 14, y del ADN de las muestras con las que tropecé accidentalmente.

Mi nombre es Wallace Wayne, Dr. Doble W para la comunidad científica. La profesión a la que he dedicado mi vida ha sido, y sigue siendo, la paleontología y la antropología. Según lo que encuentre por ahí pues me decanto por aplicar una especialidad u otra. Mi currículo vitae está repleto de multitud de doctorados “Honoris Causa” por tal o cual universidad, aparte de haber sido galardonado en numerosas ocasiones con premios que no considero imprescindible describir pues podría estar año y medio haciéndolo. No es mi deseo vanagloriarme, sólo pretendo que los lectores tengan en consideración que esto no lo está escribiendo un don nadie, sino alguien que sabe lo que dice y que a las pruebas se remitirá.

II. La casualidad los puso a mis pies

Había ido en multitud de ocasiones a los Estados Unidos. Siempre fue por motivos estrictamente de trabajo, pero esta vez no iba a ser así, en esta ocasión fui a visitar el Gran Cañón del Colorado como cualquier otro turista. Un turista de a pie que si mis huesos lo llegan a saber antes....prontito, porque fijo que hubiese alquilado alguna moto de trial o algo, para andar por allí porque el cañoncito de las narices tenía tela. Bajar, aunque complicado y con algún resbalón que otro, aún tenía pase, pero es que subir...., ¡Mother of the wonderful love! (ésta es una expresión que utilizamos mucho en Londres, creo que en español viene a significar algo así como ¡Madre del amor hermoso). Pues como iba diciendo, subir por aquellas kilométricas cúspides había que pensárselo, de hecho tanto lo pensé que no subí hasta el último día, día en el que precisamente ocurrió lo que nadie hubiese esperado.

Mi estancia en el cañón fue sencillamente maravillosa. La única decepción es que aparte de perder tres semanas buscando el dichoso gran cañón, también perdí una apuesta que hice a mi salida de Londres con un amigo y compañero de profesión. La apuesta era que si en Colorado había un cañón, fuese grande o pequeño, tuviera aún pólvora o no, yo lo encontraría.

Por más tesón que puse en este empeño no lo encontré, y deduje yo solito que el gran cañón debía de ser todo aquello. Lo del “colorado” sigo sin entenderlo pero quizás sea o por el color que tiene aquel abismal paisaje, o por el color que se le queda a uno en la piel tras estar castigándole el sol de manera tan inmisericorde durante todo el día, aunque a decir verdad tampoco es que me importe mucho, será una duda que podré asumir sin ningún tipo de sentimiento de inutilidad.

Después de aclarar mis dudas sobre si comenzar la ascensión o quedarme allí para el resto de mi vida, al despuntar el Alba y con la fresquita, comencé a ascender. Me lo tomé con calma. Sabía que me lo tomara como me lo tomara, de todas formas mis primeras canas iban a nacer en aquel colorado lugar, así que para qué iba a ir deprisa. Aprovechando un descansillo que por casualidad encontré, hice una parada. Los pocos descansillos que había por allí no eran de menospreciar porque sabe Dios cuál sería el siguiente. Con la mirada perdida en el infinito y el pensamiento naufragando en mi razón, me percaté que mis ambos dos pies estaban comenzando a entrar en ebullición y a pedir angustiosamente auxilio. Estaban a punto de salirse de las botas de lo hinchados que los tenía, y debía con urgencia liberarlos de ese suplicio, ¿Con qué me encontraría cuando me quitase las botas? Imaginé que mis pies estarían despellejados vivos. Me fue imposible mirarlos. Así que temeroso y con los ojos cerrados los liberé. Por mi cabeza pasaron imágenes de amputaciones y demás operaciones quirúrgicas a las que seguramente debería enfrentarme, y la mayor contrariedad era que no tenía hielo a mano para en el peor de los casos poderlos conservar hasta que un cirujano me los injertase de nuevo. También pensé que no tenía ningún rotulador para marcar cuál era el pie derecho y cuál el izquierdo. Me preocupaba enormemente que debido al grado de deterioro en el que se encontrarían, se confundiesen de pie y me los pusieran al revés quedando extrávico de pies para toda la vida (cómo divaga la mente a veces en situaciones de riesgo).

Con los ojos siempre cerrados introduje mis pies en el lecho de aquel arenoso suelo. Mis dos pies se consolaron al contacto con aquella fina arena, y ya no me dolían, asustándome si cabe aún más este hecho, ¿Cómo era posible ese cambio tan drástico en su dolencia?. El susto se convirtió en cuestión de segundos en un acojone de dimensiones difícilmente cuantificables, porque enseguida tuve claro que mis pies habían dejado de existir como tales. Habían aguantado hasta ser libres. Entre este posible fallecimiento y la realidad sólo había una fina línea que cruzar que no era otra que abrir los ojos y comprobarlo por muy duro que me resultase.

Sin más titubeos y debido al olor a chamuscado que emanaba de ellos, di el paso, abrí los ojos y rompí a llorar porque efectivamente habían fallecido. En el lugar en el que antes había dos orondos pies del cuarenta y dos con su carne y todo incorporada, ahora tan sólo había huesos, y aunque mi llanto no paró, e inclusive creció con la visión de aquello, no pude evitar pensar que el día que le tocara fallecer al resto de mi cuerpo, o se daban prisita, o no les iba a dar tiempo a enterrarme a juzgar por lo rápido que me quedaba yo en los huesos después de muerto. Lo único positivo que veía de toda esta desgracia era que por lo menos los gusanos y demás fauna cadavérica poco festín se iban a pegar a mi costa.

De repente y sin saber cómo, de las profundidades de aquel terreno arenoso vi como se abría paso y emergía a duras penas el dedo pulgar de mi pie izquierdo. ¡No me lo podía creer! ¡Qué alegría sentí en mis adentros y en mis afueras!. Se había salvado un dedo aunque luego pensase que para qué iba yo a necesitar un dedo sólo cuando además era diestro. Lo único que haría este dedo sería estorbar y convertirse en el hazme reír de la raza humana. Mientras angustiosamente pensaba en esto, por arte de birlibirloque (este birlibirloque debía de ser un mago o algo por el estilo) vi aparecer del fondo de aquel arenoso suelo al resto del cónclave dactilar de mis pies. Los conté uno a uno, ¡Diez!, ¡Había diez! ¡Volvía a tenerlos a todos conmigo! ¡Qué alegría sentimos los once al volver a encontrarnos!.

Pasados estos tensos y duros momentos preamputación, lo que estaba meridianamente claro es que entonces aquellos huesos no eran míos. Tenían que ser de alguien ajeno a mi entorno, ¿Pero de quién?. Mi agudizado olfato paleontológico y antropológico me indicó que aquellos huesos tendrían entonces mucho que contarme.

Con mucho cuidado y utilizando toda la habilidad de la que fui capaz, conseguí introducirlos en mi mochila sin que se despendolaran, y en vez de parecer dos pies pareciesen un culo. Toda la parsimonia de las que había dado claras muestras en mi viaje se convirtieron en una fugaz y ascendente carrera. Estaba entusiasmado con mi descubrimiento y no veía la hora de regresar a Londres para desentrañar los misterios de mi casual descubrimiento.

 

III. Regreso a Londres con mi descubrimiento.

 

A mi llegada a la civilización, me puse en contacto con el embajador de Inglaterra en los Unidos Estados, Sir Spencer Warren, con la pretensión de que me facilitara el regreso. El embajador me recibió con todos los honores que un prestigioso científico como yo merecía, y tras contarle todo lo ocurrido e informar a su real superiora mediante una urgente llamada telefónica a cobro revertido, me dijo que no me preocupase, recibiría todas las facilidades que había ido a solicitar, además, su real alteza se lo había exigido explícitamente.

Acepté su invitación para acompañarle a comer como no podía ser de otra manera. Terminada la comida dimos por finalizada la estrecha aunque fugaz relación que habíamos mantenido. Nos despedimos con un efusivo saludo, y él partió hacia su despacho para continuar con las labores del cargo que con tanto orgullo ostentaba. Dada la hora, y por lo poco que había hablado con él, supuse que se iba a echar un siestón de padre y muy señor mío.

Estuve como media hora en el recibidor esperando que llegara alguna facilidad de esas que me iban a ofrecer para regresar a Londres. La facilidad llegó en forma de taxi a los tres cuartos de hora. El taxista se dirigió hacia donde yo me encontraba y me preguntó si era yo el de los huesos. Comprobé in situ que todo se había llevado con la más absoluta discreción, y que por algo el espionaje Londinense estaba a la cabeza de Europa. Después de responderle afirmativamente pusimos rumbo al aeropuerto. A nuestra llegada, el amable empleado del taxis tuvo la osadía de pedirme sendos cuarenta dólares por la carrera. Le pregunté que si en la embajada no le habían facilitado el importe, contestándome que no, se lo tenía que facilitar yo. No podía dar crédito a las numerosas facilidades de las cuales estaba siendo objeto por parte de mi país en tierra ajena. Menos mal que llevaba el dinero justo porque si no el que tendría que haber hecho la carrera (y no la del galgo) hubiese sido yo para pagarle al buen empleado del gremio del taxi sus emolumentos.

Me dirigí con todas las facilidades del mundo a la venta de billetes para posteriormente llegar a la zona de fácil embarque. Antes debía pasar fácilmente el control policial que habían instalado allí en mi honor. Este control consistía primordialmente en dos agentes de dimensiones desorbitadas para una persona humana, y un scanner de más o menos las mismas dimensiones. Al principio creí que estaban tan avanzados que meterían allí el equipaje con el propietario incluido, pero no, me dijeron que metiera la mochila. Estos dos agentes tenían los ojos algo extraños. Sus ojos no miraban, sus ojos más bien estaban casi continuamente sospechando y, por lógica asociación, me sentí totalmente sospechoso. De hecho es que hasta empezaron a temblar los huesos que llevaba. Por suerte nada ocurrió. Los agentes aunque vieron los huesos y miraron un listado que tenían, no procedieron a requisarlos porque supongo que unos huesos de nada no los considerarían precisamente patrimonio de la humanidad, y tanto yo como mis huesos, todos, pasamos el control sin ningún tipo de problema.  Había conseguido salir legalmente ileso de allí con un osario de un valor incalculable como luego a la postre mi metódico estudio demostraría. Ya sólo me quedaba esperar con toda la facilidad del mundo dos horas para embarcar y poner rumbo hacía mi querida y amada patria. Ya estaba echando mucho de menos mis ocasionales zambullidas en el río Támesis como fin de fiesta de alguna noche loca de saturación de alcohol en sangre.

Durante el trayecto me sentí orgulloso de mi país, y de cómo se habían comportado conmigo y mi ilustre persona, sobre todo por no poder moverme en aquel asiento tan estrecho que tenía reservado.

El estrecho viaje concluyó, y cuando salí del aeropuerto, con asombro y alegría vi como fui aclamado en honor de multitudes. ¡No había nadie esperándome!. ni mi gente más allegada se había dignado a desplazarse hasta allí para esperarme. Ni que decir tiene que cuando pude los borré a todos de mi científico testamento. La cuestión es que ya estaba allí y podía empezar para el trabajo que nací. Sin perder ni un minuto me dirigí a mi laboratorio, e inmediatamente comencé a contactar con el personal experto en estas lides del cual me quería rodear, y que me ayudarían a llevar a buen fin este fantástico trabajo.

 

IV. Pruebas de laboratorio

 

Los cité a todos para el día siguiente a las nueve de la mañana. Durante el resto de ese día estuve utilizando los largos brazos de la ciencia para conseguir financiación para el proyecto que tenía entre manos. Me parecía mentira. Llamé a infinidad de puertas pero nadie estaba receptivo por mis huesos. Hasta los estamentos oficiales me denegaron cualquier tipo de ayuda. No me quedó más remedio que acudir al Central Bank of Londón y financiarme a mí mismo. Eso sí, me puse un interés muy bajo y fácil de pagar en cómodas cuotas mensuales.

A la mañana siguiente, y puntuales como relojes, llegaron al laboratorio mis científicos colegas. Uno a uno fueron sentándose en la mesa de reuniones en espera de que yo comenzase mi disertación y les explicara de qué trataba todo aquello. Pude ver en sus rostros durante lo que duró la explicación sus inmensos deseos de poder ver mi hallazgo. No les hice esperar mucho. Notaba en ellos un nerviosismo fuera de lo común. Cogí la viajera mochilla, y con el mismo cuidado que introduje en ella a los menospreciados huesos, los saqué. Todos mis colegas se quedaron boquiabiertos excepto uno que se quedó boquicerrado, desconozco por qué. Me di perfecta cuenta que al igual que yo, ellos sabían que los huesos de los pies encontrados en el gran cañón del colorado nos contarían muchas cosas, excepto el que se quedó boquicerrado que preguntó que si eso eran huesos de pollo.

Inmediatamente después nos dirigimos todos al laboratorio, y pensamos que lo mejor sería primeramente realizar la prueba del carbono casi 14 para saber de qué fecha podían datar. Metódicamente puse los huesos en el lugar indicado para la realización de esta prueba, y solicité que para empezar me llevaran un terrón de carbono casi 14. Se miraron unos a otros sin dejar de navegar impulsivamente dentro de los bolsillos de sus blancas batas de laboratorio:

¿Qué os pasa? les pregunté

¡Wallace!, que no nos queda

¿Cómo?

¿Qué no tenemos carbono casi 14?

Entonces cómo queréis que hagamos la prueba, ¿Con picón?.

Todos se sonrojaron ante esta primera contingencia común que se había presentado, pero yo me había erigido en jefe del proyecto, y un insignificante contratiempo no me iba a parar. Llamé al boquicerrado, y le insté a que fuese a la herboristería de la esquina a comprar cuarto y mitad de carbono casi 14. Lo quería de la mejor calidad. Ni que fuera 13 y medio, ni 14 y medio, tenía que ser justo casi 14 y el precio no me importaba. Al poco tiempo, el boquicerrado llegó habiendo cumplido fielmente la misión que se le había encomendado. ¡Ya teníamos el dichoso carbono casi 14!. El boquicerrado lo traía en bolsitas semejantes a las de infusiones de té. Pregunté a mis ilustres colegas si alguno había efectuado la prueba con el carbono casi 14 en esas condiciones alguna vez. Todos contestaron que no. La lógica me dictó que habría que hervirlo y echarle el resultado del hervido a los huesos a ver qué pasaba. A los cinco minutos el resultado del hervido fue derramado a partes iguales en cada huesudo pie, entonces, un denso vapor inundó el laboratorio con nosotros dentro. Apenas podíamos ver nada. Alguien inclusive maldijo a la madre que parió a un macetero que impactó sobre su vaporosa cabeza. Al cuarto de hora la densa bruma desapareció y fue una alegría volvernos todos a ver. Después de la algarabía todos fuimos en pos de los resultados que pudieran darnos la metódica prueba que habíamos realizado.

Los huesudos pies estaban igualitos que hacía un cuarto de hora. La única salvedad era que estaban mojados, dato interesante éste. Ahora estaba en nuestra mano la interpretación veraz y científica de los resultados de todos los análisis que a posteriori deberíamos realizar.

Tras intensos meses de duro trabajo y de glamurosas pruebas de todo tipo, microscópicas, al baño Maria, etc. los resultados obtenidos fueron impactantes, diría más, fueron increíbles. Para confirmar al cien por cien los resultados que habíamos obtenido, tan sólo nos faltaba realizar las pruebas de ADN, pero no pudimos hacerlo, aquellos huesos, aparte de algo de calcio post morten, no tenían nada más. La sangre necesaria, excepto la de un dedo del boquicerrado que se cortó con un bisturí, no existía. Inclusive el tuétano de estos huesos estaba más seco que el desierto de Arizona en pleno verano. Se intentó de todas las formas y maneras posibles pero nos tuvimos que dar por vencidos, y dejarlo todo en manos de nuestras respectivas intuiciones que nos indicaban que con las que ya habíamos hecho era suficiente.

Al año y medio de haber comenzado, y en común acuerdo, dimos por terminado nuestro trabajo. Los resultados se publicaron en la revista científica de renombre mundial “Discovery Explosion” que nos hizo merecedores al Nóbel en el apartado “Comics”.

A continuación paso a detallarles concienzudamente y con todo el lujo de detalles, valga la detallista redundancia, el resultado de nuestro trabajo que con tanta impaciencia esperan.

 

V. Los resultados parte 1ª.

 

Antes de que el hombre blanco, no uno, sino muchos que fueron llegando colonizaran las tierras de “Al este del oeste” americano, éstas estaban pobladas por numerosas tribus de indígenas autóctonos de allí precisamente. Había tribus para todos los gustos. Unas tribus eran más belicosas que otras, y otras más dicharacheras que unas, pero lo que todas tenían en común es que estaban repletitas de indios. Solían ser tribus nómadas que se desplazaban de un sitio para otro con el único fin de poder coccionar diariamente su ración necesaria de comida. Iban al son que tocaba la fauna comestible de allí. Que los caribúes iban para el norte, pues ellos iban para el norte, que los caribúes cambiaban a mitad de camino de opinión e iban al sur, pues ellos cambiaban de opinión al mismo tiempo, total, no tenían otra cosa que hacer porque la verdad es que trabajar no había en qué. A veces sus caminos se cruzaban y se increpaban mutuamente. Los caribúes les decían que no los siguieran, y los indios les contestaban que se decidieran de una vez, que no podían estar levantando el campamento cada dos por tres. Los indios para presionarlos los amenazaban diciéndoles que como se pusieran tontos dejarían de seguirlos y se harían amigos de los búfalos.

A los caribúes esta imbécil amenaza les traía más bien al fresco pues sería un problema menos para ellos, ya que a veces los indios se ponían muy pesaditos jugando al gato y al ratón con ellos para cazarlos. Había veces lo conseguían y los caribúes no ganaban para sustos, sobre todo al que habían cazado.

Los indios, independientemente de la tribu que fuesen, tenían bastante arraigadas todas sus creencias. Su Dios “Manitú” estaba por encima de todo, y no dejaban de agasajarle con todo tipo de presentes. Que eran las vacaciones de verano, presente al canto. Que eran navidades, presente al canto otra vez. Que era semana santa, idem de idem. Su Dios no podía tener queja de ellos en cuanto a ofrendas, y en contrapartida él les concedía todos los deseos que ellos le pedían. Si no era época de lluvias, llovía torrencialmente. Si en tiempos de siembra debía de llover, el sol castigaba más que nunca, pero era el designio de su Dios y así lo aceptaban.

Para cada tipo de ofrenda a sus dioses, o para cualquier otro tipo de evento, los indios se decoraban la cara con la más amplia variedad de imaginativos grafitis. A causa de esto, su cutis dejaba bastante que desear aunque tampoco les importaba mucho a los aguerridos varones. Los indios varones no tenían necesidad de resultar atractivos a las indias pues éstas no podían negarse a formar parte del mobiliario de la tienda de casados, sobre todo si el poco atractivo indio tenía alguna relación familiar con el jefe de la tribu. Este jefe de la tribu era la personificación del poder. Sus monosilábicas órdenes eran cumplidas sin pestañear. Era hombre curtido en miles de batallas y miles de sentadas fumando otras tantas alucinógenas pipas de la paz. Normalmente eran hombres ya entrados en edad y cara de malas pulgas, que solían tener carraspera por la mañana, y tosían el resto del día regalando a quien estuviese a su lado variopintas raciones de salpicón de silicosis. Como orgullosos dueños y señores de todo lo que se encontrase en su radio de acción, sus nombres y apellido eran de lo más significativo, “Toro sentado” “Caballo loco” “Nube gris” etc. El único que carecía de estos opulentos nombres era un jefe de reciente creación al cual el padre no quiso reconocer ni darle sus apellidos, y su madre lo bautizó simplemente con el nombre de “Jerónimo”. 

>>No me detendré más en esta descripción. Sólo pretendía dar unas pequeñas pinceladas de algunas de las características técnicas generales de las que eran poseedores los pobladores de las praderas de al este del oeste americano.
Como dije, había multitud de tribus, Sioux, Pieles rojas, Mohicanos (antes de que se cepillaran a todos y sólo quedara el último), pero el objeto de mi trabajo es una tribu en concreto. Tribu poco conocida pero muy valorada, y a la que pertenecían aquellas huesudas extremidades inferiores que por casualidad y efervescencia de mis pies encontré.

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